Hay una solución para la España vacía: La Inmigración

Así han revertido los extranjeros la caída de la población en 550 pueblos y ciudades

El 18% de las localidades que han ganado vecinos en los últimos 20 años lo han hecho gracias a la población foránea. Ocurre en pequeños ayuntamientos, pero también en Barcelona, Valencia o Gijón

Madrid / Fuente del Olmo de Fuentidueña / Torrente de Cinca Autores:

Solo tres de cada diez municipios españoles tienen hoy más vecinos que hace veinte años. De este reducido grupo (unos 3.000), uno de cada cinco (549) habría perdido vecinos si no hubiese sido por la población extranjera.

La presencia de extranjeros en España ha variado al mismo ritmo que lo ha hecho el ciclo económico, la crisis ha marcado el mapa demográfico. Según los datos del padrón que publica el Instituto Nacional de Estadística (INE), solo en 772 localidades (9%) toda la población empadronada es de nacionalidad española. En el 2000, en el 30% de los municipios de España no vivía ningún extranjero. En trece ciudades de más de 100.000 habitantes, la población ha aumentado solo gracias a los extranjeros: Barcelona habría perdido 133.812 habitantes desde 2000, pero ha crecido en 140.496 gracias a los 320.382 extranjeros que la habitan actualmente. De la misma forma, Valencia habría perdido 34.782 habitantes, pero tiene hoy 55.274 vecinos más gracias a los 90.056 extranjeros que no residían allí hace veinte años.

En municipios más pequeños, este flujo puede dar la vuelta a las tendencias de abandono. Fuente el Olmo de Fuentidueña, en Segovia, y Torrente de Cinca, en Huesca, son los lugares de España donde más se observa este fenómeno. En la localidad castellana, de apenas 176 censados, el descenso de población habría sido de 43%. Es decir, en apenas 20 años habría perdido casi la mitad de sus vecinos. Actualmente, crece un 20% gracias a los extranjeros, en su mayoría de origen rumano. Torrente de Cinca, de tan solo 1.154 habitantes, es el segundo municipio de España que más ha visto crecer su población gracias a ciudadanos procedentes de otros países. El aumento ha sido de un 6% en diez años. De no ser así, el censo habría descendido un 25%. Gracias a los nuevos vecinos extranjeros, ambos municipios se encuentran entre esos 3.000 que han ganado población desde el año 2000. Estos son los retratos de ambos pueblos, y ambos arrancan en el bar.

«Los rumanos con los rumanos y los españoles con los españoles»

Maria Aurelia Diosteanu trabajadora de origen rumano de Planasa Fuente el Olmo de Fuentidueña

Maria Aurelia Diosteanu trabajadora de origen rumano de Planasa Fuente el Olmo de Fuentidueña Víctor Sainz

FUENTE EL OLMO DE FUENTIDUEÑA (Segovia)

El bar de la rumana María Doncea es de los pocos lugares de Fuente el Olmo de Fuentidueña en el que conviven españoles y rumanos. De menú: huevos al plato y albóndigas. En las estanterías del restaurante: galletas y obleas importadas de su país. En el municipio segoviano de apenas 176 vecinos hay más rumanos censados (99) que españoles (77). Sin embargo, la integración es mínima. El alcalde, José Núñez Romero (PP), es claro: “Los rumanos con los rumanos y los españoles con los españoles”. De no ser por los inmigrantes, esta localidad hubiera perdido un 43% de su población desde 2000. Actualmente, crece un 20% gracias a los extranjeros.

A la mayoría de los inmigrantes les une lo mismo: Planasa. Una empresa agroalimentaria de presencia internacional con uno de sus viveros en el pueblo. De septiembre a diciembre llegan más de 400 inmigrantes a trabajar la tierra. En temporada baja, los jornaleros vuelven a sus países de origen o buscan trabajo fuera del pueblo y Fuente el Olmo de Fuentidueña vuelve a formar parte de esa España que se consume.

Maria Vandana trabajadora de origen rumano de Planasa Fuente el Olmo de Fuentidueña.
Maria Vandana trabajadora de origen rumano de Planasa Fuente el Olmo de Fuentidueña. Víctor Sainz

A pocos pasos del bar de Doncea está el Ayuntamiento. Un adosado de piedra con las tres banderas oficiales colgando del balcón y el águila franquista tallada aún en la fachada. Núñez cuenta que ya ha recibido el aviso de retirada. “Pero si la quieren quitar por la memoria histórica, que vengan ellos a hacerlo”, dice. El alcalde lleva tres legislaturas gobernando y presume de liderar “el municipio más saneado de la provincia”. En gran parte gracias a la “colaboración” de Planasa. Núñez conoce bien el duro trabajo de las jornaleras: “Les tengo dicho [a los responsables de la empresa] que no buscan mujeres, si no máquinas”. “Y no te quiero ni contar en verano a 39 ºC”, lamenta. “Pero me toca tragarme muchos sapos porque ellos ayudan mucho al municipio”. En los últimos cuatro años, Planasa ha aportado cerca de 50.000 euros a esta localidad, participando en el pago de pasos de cebras o a las comparsas musicales de las fiestas del pueblo, según el Ayuntamiento.

María Aurelia Diosteanu (32 años) y María Vandana (43 años) son las únicas que interrumpen el silencio que reina en las calles del pueblo, a 60 kilómetros de Segovia. Ambas son rumanas y, enroscadas en capas de abrigo, van al bar a “pasar el rato” con Doncea. Se saludan en rumano y ríen a carcajadas. Vandana lleva 14 años en España y se conoce bien la huerta española. “He trabajado en la uva, en la fresa, en la frambuesa… Es donde más trabajo hay para nosotras”, cuenta en un español fluido. Es madre de tres hijos de más de 20 años y una de las muchas que viven en el campamento de Planasa durante la temporada alta. “Tienen de todo: camas y duchas. Y nos tratan muy bien, eh”, cuenta. “Nos dejan descansar lo suficiente y una vez a la semana nos llevan al supermercado de Cuéllar”. Aunque dicen que tienen algún amigo español, también han sido víctimas del racismo. No quieren dar más detalles. «No queremos más enemigos. Vinimos a trabajar».

Al mes ganan entre 1.300 y 1.500 euros. Trabajan por horas, a seis euros. Aseguran librar los fines de semana, pero solo trabajando unas 12 horas al día, de lunes a viernes, alcanzan esta cifra. “No paran”, cuenta el alcalde. “Vienen aquí a eso. Para luego poder mandar dinero a sus familias”. Planasa no ha querido dar declaraciones a EL PAÍS.

“¿Españolas?”, repite Diosteanu irónica. “No, no. Allá dentro no hay españolas. Todas las trabajadoras somos de fuera”, añade apoyando su mano vendada con cuidado en la mesa. Lleva días con dolores musculares debido al trabajo mecánico. “Dentro ponemos música o cantamos para que no se nos haga aburrido hacer siempre lo mismo”. Su español aún no es tan bueno. Lleva solo tres años en el pueblo y nueve en España. Pero tampoco quiere volver. Las tres coinciden: “Aunque aquí a veces es difícil, en Rumanía somos extrañas en nuestro propio país”.

«Sin los de fuera, aquí no habría agricultura»

TORRENTE DE CINCA (HUESCA)

Olena Diachenko tardó diecisiete años en recalar en Torrente de Cinca (Huesca), el pueblo en el que quiere quedarse para siempre. Antes pasó por Madrid, Toledo, por el Pirineo catalán y también por otros municipios de Aragón. Desde hace tres años es la encargada del Hogar del jubilado de Torrente. “Aquí estoy bien, tengo estabilidad y amigos”, dice esta ucraniana de 45 años. Teresa Betriu, la presidenta de este centro de la tercera edad, la escucha mientras teje una bufanda, con el ruido de fondo de las partidas de butifarra de los socios. “Hemos tenido suerte con Olena. Su antecesora se jubiló, era española. Es difícil encontrar españoles que quieran trabajar aquí, el pueblo no es gran cosa”.

Torrente depende del negocio de la fruta, sobre todo melocotón, cereza, nectarina o paraguaya. La faena en el campo la copan desde hace dos décadas trabajadores llegados de medio mundo, sobre todo de África. “Si estos inmigrantes no hubieran llegado, la fruta en Torrente no existiría”, asegura su alcalde, José Evaristo Cabistañ (PSOE).

Cabistañ explica que la mayoría de empleados foráneos son temporeros que solo se quedan para los cinco meses que dura la cosecha, contratados en contingentes en su país de origen. El edil calcula que con los temporeros, la población aumenta un 40%. Es sobre todo el pequeño agricultor el que opta por los peones regulares, explica Cabistañ. Entre los que están empadronados, los hay que viven todo el año en la comarca, aunque la mayoría, dice el alcalde, “tras la cosecha de la fruta, se desplazan a Lleida para recoger la manzana y luego bajan a Murcia, hasta que regresan a Torrente”. Un ejemplo de ello es Lola Gramunt. En su familia cultivan cereal y fruta, y explica que siempre contratan a los mismos trabajadores subsaharianos: “Hoy ha vuelto uno de Mauritania y se acercó a saludarnos. No sé si quieren integrarse del todo, muchos tienen a su familia en África”.

Las grandes compañías productoras ofrecen residencias para los temporales pero Cabistañ afirma que el Ayuntamiento hace un esfuerzo de mediación para que los vecinos alquilen a los extranjeros. Arancha Mármol es una vecina de Torrente casada con un ciudadano de origen argelino. Mármol conoció a su marido cuando este, peón en el campo, compraba en la tienda en la que ella despachaba, en Granja de Escarp, un pueblo en Cataluña, al otro lado del río Cinca. Mármol regenta un bar en Fraga y también alquila un apartamento a extranjeros. En su camino a casa se detiene a charlar con vecinos como Said Gaye, un senegalés que comparte piso con su amigo Lamin, y que estos días podan árboles frutales; también con Fátima Sao, una mujer de Gambia que lleva 14 años en Torrente y que acaba de recoger a sus cuatro hijos en el colegio.

De los setenta niños que tiene la escuela, diez son de padres llegados de otros países. Mármol avisa que no todo es de color de rosa: se alquilan viviendas en mal estado, no es infrecuente que se paguen horas de trabajo en negro y ha habido desconfianza hacia la inmigración rumana, pero también destaca que la convivencia es positiva porque son muchos años de experiencia y porque, según la vecina, en el pueblo tienen claro que “sin los de fuera, aquí no habría agricultura”. Los jóvenes de la comarca, si no han emigrado a la gran ciudad, quieren trabajar en las fábricas de los polígonos industriales de Fraga o de Mequinenza. Gramunt dice que hay espacios comunes, como las fiestas del pueblo o las reuniones en el bar Bécquer para ver el fútbol: “¡Deberías ver cómo se llena! Todos son del Barça”.

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