La presencia de populistas en los gobiernos nacionales llegó a un máximo en el 2018, con Trump, los líderes del Brexit, Modi, Bolsonaro, Orbán, Erdogan y la coalición populista italiana. Pese a las elecciones en Estados Unidos y la caída de la coalición italiana, desde el siglo pasado hasta hoy, el populismo se ha demostrado una estrategia bastante exitosa para llegar al gobierno y permanecer en él, pero a un elevado coste para las sociedades democráticas.
Los líderes populistas ocasionaron en 15 años un declive del PIB en promedio del 10%
Hay varias definiciones del fenómeno populista, complejo y poliédrico, circulando. Seguramente, ninguna es totalmente satisfactoria. Una bastante utilizada es la del politólogo Cas Mudde, para quien el populismo se caracterizaría por combinar una ideología muy delgada capaz de cubrir fuerzas políticas muy dispares, con el uso de una retórica basada en el nosotros (“el pueblo” definido de forma a la vez homogénea y exclusivista, negando el pluralismo) contra ellos (unas supuestas élites , ya sean políticas o económicas, culpables de todo, aunque ello esconda muchas veces un enfrentamiento entre élites, o estrategias de distracción por parte de un sector dominante).
Pese a la variedad de definiciones, existe bastante consenso entre las personas expertas sobre qué líderes han sido los más populistas (entre ellos, Trump y los del Brexit). En algunas sociedades, el fenómeno se asocia más al identitarismo, y en otras, al autoritarismo, que de alguna forma conllevan más riesgos que el populismo en sí mismo, que es un complemento ideal de estas derivas.
Los expertos Funke, Schularick y Trebesch, en un artículo que está circulando como documento de trabajo de unas universidades alemanas, son muy precisos a la hora de cuantificar los costes económicos del populismo. Tras examinar decenas de episodios desde el siglo pasado hasta hoy de líderes populistas que presidieron gobiernos nacionales, y que cumplen con creces con la definición de Mudde, concluyen que estos líderes ocasionaron en 15 años un declive del PIB en promedio del 10% en comparación con un contrafactual plausible sobre lo que habría ocurrido si no hubieran llegado al poder. Ello sucedió sin que se redujeran las desigualdades (y en el caso de los populistas de derechas, agravándolas). Pese a la retórica de los líderes, y pese a que hay una gran diversidad de experiencias, los sectores más desfavorecidos pagaron un elevado precio por el populismo.
Uno de los mecanismos que condujeron a ese coste económico fue, según estos autores, la erosión de normas e instituciones, que frenan las inversiones, la cooperación y la asunción de riesgos. El populismo practica un enfrentamiento constante con la justicia (como Netanyahu) o las instituciones independientes (como Erdogan con el Banco Central). Ello lamina las ventajas institucionales de las democracias, cuestionando la división de poderes, y perjudicando la buena gestión de los servicios públicos (populistas como Trump y Bolsonaro han sido especialmente nefastos gestionando la covid). La normalización de comportamientos previamente considerados inaceptables lleva a la polarización de las sociedades y a la inseguridad jurídica, que afecta más gravemente a los sectores más vulnerables.
Los datos aportados por los economistas alemanes sobre el daño económico de los populismos infravaloran a buen seguro el daño real, ya que no tienen en cuenta la influencia que ejercen incluso cuando no lideran el gobierno de un país. Cuando no lo hacen, pueden influir a otros partidos con su presión, o pueden ser socios menores en un gobierno de coalición, o pueden ejercer una acción desestabilizadora desde gobiernos subnacionales. En estados compuestos, como España y Europa, el gobierno multinivel es un arma de doble filo: otros gobiernos protegen de las derivas populistas de uno de ellos, pero esa protección actúa como seguro, como garantía de que otros acabarán saliendo al rescate. Los partidarios de la democracia tenemos que actualizarla de forma permanente para que no quede en manos de mesías salvadores. Esperemos que la ciudadanía huya cada vez más de soluciones aparentemente simples, y que se impongan el pensamiento analítico (como pedía Pasqual Maragall a la juventud en los años 1990) y la acción profunda y duradera para mejorar las condiciones de vida de las clases populares y trabajadoras.
Lleguír l’article a La Vanguardia
https://youtu.be/YEgpCrxEnzg