“La era de la Ilustración”, dice Peter Sloterdijk (El imperativo estético), “es la de la luz penetrante”, un proceso optimista de iluminación en el que “la razón moderna se esfuerza por llevar a la luz las relaciones sociales y naturales”. Luego se produjo “un viraje hacia el pesimismo histórico”: el “posmodernismo”. Desde hace un tiempo abundan los autores cansados frente a la posmodernidad y no pocos vuelven a mirar hacia la Ilustración francesa y sus herederos. Ahí están Sloterdijk o Markus Gabriel, quien, en su último texto traducido al castellano, reivindica ser “neoexistencialista”. Gabriel se reclama de una tradición que forman “Kant, Hegel, Nietzsche, Kierkegaard, Heidegger y Sartre”. En su último libro, centrado en la mente, defiende que ésta no es algo único: “Los fenómenos que se suele agrupar bajo esta etiqueta se sitúan en un espectro que va de lo claramente físico a lo inexistente”. Ocurre lo mismo que con la realidad: “Muchas cosas son reales, pero esto no implica que haya una única cosa, la realidad, de la cual todas las cosas reales forman parte”.
Neoexistencialismo, de Markus Gabriel, se subtitula “Concebir la mente humana tras el fracaso del naturalismo” y es un volumen colectivo en el que, tras exponer el autor lo que entiende por geist, palabra alemana que, sostiene, engloba más que mente y espíritu, se incluyen las discrepancias y coincidencias de otros pensadores como Charles Taylor, Andrea Kern y Jocelyn Benoit, textos a los que replica después el propio Gabriel.
El término existencialista lo acuñó el filósofo católico Gabriel Marcel para referirse a la filosofía de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Un “existencialista” era para los cristianos “ateo e inmoral”; los comunistas consideraban a estos autores simplemente “nihilistas”, recuerda Kate Kirkpatrick (Convertirse en Beauvoir. Una biografía). El libro revisa la vida de Simone de Beauvoir a la luz de sus últimos escritos conocidos, incluidos algunos que tal vez no fueron pensados para su publicación. Kirkpatrick resalta la independencia del pensamiento de ella respecto al de Sartre.
Para Beauvoir hay una relación directa entre filosofía y vida. Sus textos forman parte de su forma de vivir, del camino que la llevó a descubrir que “no se nace mujer, se llega a serlo”. No debió de ser fácil. Kirkpatrick insiste en los obstáculos que acechaban a una muchacha sin demasiados posibles para acceder a un mundo, el de la cultura, tradicionalmente reservado a los hombres. También describe el rechazo que provocaron sus opiniones.
No pudo entrar en la ENS (Escuela Normal Superior), reservada sólo a los varones. Sin embargo, en los exámenes de habilitación obtuvo el segundo puesto, detrás de Simone Weil y por delante de Maurice Merleau-Ponty, quien de inmediato quiso conocerla. Fue también la primera mujer profesora de filosofía en un Liceo para niños, donde tuvo por compañeros a Merleau-Ponty y Claude Lévi-Strauss.
Siendo mujer, o quizás por ello, se atrevió a discutir los valores dominantes. El Vaticano incluyó sus obras en el Índice. François Mauriac escribió que sus escritos “rebasan literalmente los límites de la abyección” y envió una carta privada a un colaborador de Les Temps Modernes, la revista fundada por ella y Sartre; le decía que “la vagina de su jefa no tenía secretos para él”, cita Kirkpatrick. La derecha la tildó de “insatisfecha, frígida, ninfómana, lesbiana, abortista y madre soltera”, hecho, se diría, grave donde los haya. Los comunistas se contentaron con llamarla “pequeñoburguesa”. Camus dijo que ponía en ridículo a los franceses. Emmanuel Mounier lamentó el “tufo de resentimiento” que despedían sus libros.
Parece que fue hace siglos, pero ocurrió apenas anteayer: nació sin derecho y luchó por el derecho al divorcio y al aborto. La edición en inglés de El segundo sexo, fue mutilada para depurarla de las partes “escabrosas” y fue procesada en 1942, acusada de “perversión”, por hablar en sus clases de autores tan “obscenos” como Proust y Gide. Fue apartada de la enseñanza, pero readmitida tres años después. ¿Le hubiera ocurrido esto sin ser mujer? Posiblemente no. Quizás por eso escribió con plena conciencia: “Más desconocida que el soldado desconocido es su esposa”.
No fueron menores las dificultades de Denis Diderot, padre de la Enciclopedia y prototipo del philosophe, término que significa, explica Andrew S. Curran (Diderot y el arte de pensar libremente) “defensor del papel emancipador de la filosofía”, a la vez que alguien capaz de “pisotear hasta pulverizar el prejuicio, la tradición, la antigüedad, el consentimiento generalizado, la autoridad (…) en una palabra, cuanto subyuga la mente del rebaño”.
Hijo de un maestro cuchillero, escapó al artesanado por la vía del estudio. Hubiera podido ser muchas cosas pero, según su hija, “la profesión de médico no le atraía porque no quería matar a nadie; la de procurador era demasiado difícil para realizarla escrupulosamente; elegiría ser abogado si no fuera porque sentía una aversión incontrolable a meterse en asuntos ajenos”. Optó por escribir y promover la obra más importante de su siglo: la Enciclopedia. Sugiere Curran: “Nuestro tiempo puede aprender mucho de Diderot” sobre todo en sus preocupaciones: “¿Cuál es el incentivo para ser moral en un mundo sin Dios? ¿Cómo puede un escritor intervenir de manera efectiva en la política?”.
La seriedad del proyecto enciclopedista, torpedeado por los poderes fácticos (la Corona francesa, el Papado y los Jesuitas) no impidió que Diderot y sus amigos dedicaran tiempo a bagatelas como debatir sobre los ovarios de Eva y los testículos de Adán, tratando de averiguar si “eran normales o contenían las semillas de todas las generaciones futuras”. Los reyes eran entonces cosa seria. Luis XV, molesto por la devoción que unas reliquias provocaban entre las multitudes, cerró las puertas del cementerio donde se hallaban. Allí se colgó un cartel que rezaba: “Por orden del Rey se prohíbe a Dios hacer milagros en este lugar”. Diderot descubrió cómo burlar la censura y atacar la credulidad. Así, encargó a un autor de la época, el abate Edmé-François Mallet, el artículo sobre el arca de Noé. El texto, increíble en su desmesura, precisa “la cantidad de madera utilizada, el número de animales salvados (los que serían sacrificados para comer) y el sistema de eliminación de desechos de las criaturas de a bordo”.
Diderot aceptó la invitación de viajar a Rusia hecha por su protectora Catalina la Grande, a quien ingenuamente intentó convencer de una reforma de la educación cuya “función no es producir una aristocracia mejor instruida” sino ser “un arma contra la superstición, la intolerancia religiosa, el prejuicio y la injusticia social (…) el motor del progreso social y moral”. Un viaje duro para un hombre mayor y achacoso. Tuvo, además, que cruzar Prusia donde gobernaba Federico, un déspota al que no soportaba. A la ida y a la vuelta despreció su invitación para visitarlo en Berlín mientras privadamente escribía que no iba a aguantar “a un desgraciado de alta cuna que me insulta porque es el último de su especie, yo que tal vez soy el primero de la mía”.
Para Diderot, la Ilustración era la búsqueda de la verdad y la libertad con las solas armas de la razón, aunque dijera con modestia poco posmoderna: “Puede exigírseme que busque la verdad, pero no que la encuentre”. Eso fue antes de que Hegel, otro ilustrado, se convenciera de que la verdad estaba a su alcance. Si hasta ahora Byung-Chul Han se había prodigado en pequeños volúmenes que exploraban la relación entre el hombre del presente y sus condicionamientos, reales o imaginarios, en Hegel y el poder se lanza a un análisis de la obra hegeliana para iluminar un triple eje: el poder (y la violencia), la libertad y la belleza. El poder, afirma, puede ir acompañado de violencia, pero no se funda en ella, al contrario: “El poder determinante no opera oprimiendo sino liberando”. La violencia confronta al individuo con “lo enteramente otro y ajeno” y su libertad. El poder convertido en ley hace al hombre libre y es por la vía de la libertad y del reconocimiento del otro (expresión salida directamente del existencialismo) como “libertad y actividad” se convierten en los elementos constitutivos de lo bello, que se expresa de forma sublime en la música. Arte al que dedica, precisamente, Sloterdijk, el primer capítulo de la obra citada. La música, sugiere Sloterdijk, debió ser la verdadera religión de los modernos.
Llamativa coincidencia de diversos autores en torno al existencialismo y la figura del otro. Autores, por otra parte, de intereses muy diversos. Poco, además de la nacionalidad, une a Sloterdijk, Gabriel y Axel Honneth, sucesor de Habermas al frente del Instituto de Investigaciones Sociales (Escuela de Frankfort). En Reconocimiento revisa el contenido de esta palabra en filósofos de Francia (Rousseau y Sartre), Gran Bretaña (Hume, Adam Smith y Stuart Mill) y Alemania (Kant, Fichte y Hegel). Honneth parte del uso de la idea de “reconocimiento” (las relaciones que se instituyen entre individuos, caracterizadas por una dependencia recíproca) para explorar la idea (casi existencial) del otro. “Sólo reconociéndonos mutuamente como personas la autoridad para enjuiciar la legitimidad de las normas compartidas, creamos las condiciones que posibilitan una coexistencia humana normativamente regulada”, sostiene.
La búsqueda de la coexistencia libre heredada de la Ilustración, estén sus ideas superadas o simplemente promulgadas como faro (la luz de Sloterdijk) que inspire las conductas. Una idea reguladora de la vida pública que hubiera podido firmar Diderot a quién importaba poder decirse: “Contribuí cuanto pude a la felicidad de mis congéneres y preparé, quizás desde lejos, la mejora de su suerte. Esta agradable idea ocupará para mí el lugar de la gloria. Será la alegría de mi vejez y el consuelo de mi último momento”.