«Hemos de impedir durante 20 años que este cerebro funcione”. El fiscal que en 1928 sentenció a Antonio Gramsci tras pronunciar este exabrupto fracasó sonoramente en su empeño. Aunque el dirigente comunista italiano (1891-1937) no sobrevivió al cautiverio que le impuso Mussolini, lo empleó para escribir sus Cuadernos de la cárcel: un total de 30, compilados en seis volúmenes de anotaciones y ensayos heterodoxos, cuya influencia trasciende al canon marxista en el que se inscriben.
En una tradición propensa a debates bizantinos y herméticos, las reflexiones de los Cuadernos de Gramsci brillan por su utilidad. Resultaron clave —combinadas con la teorización del populismo que realizaron Ernesto Laclau y Chantal Mouffe— en la estrategia fundacional de Podemos. Pero también destaca su capacidad para influir en tradiciones políticas ajenas: desde las derechas radicales en Francia (a través de la Nouvelle Droite) y Estados Unidos (mediante la figura de Samuel Francis y proyectos como Breitbart) hasta la reciente campaña del demócrata moderado Pete Buttigieg, hijo del principal académico y divulgador estadounidense de Gramsci.
En el pensador sardo confluyen así gancho práctico e interés teórico. Como muestra, la avalancha reciente de traducciones de obras inspiradas en la suya: desde la biografía de Giuseppe Fiori (Capitán Swing, 2016) hasta los ensayos de Perry Anderson (Las antinomias de Antonio Gramsci y La palabra H, publicados por Akal en 2018). En el plano de análisis nacional, Dominación sin hegemonía, de Ranajit Guha (Traficantes de Sueños, 2019), empleó un enfoque gramsciano para describir las relaciones subalternas en el Raj británico y la India postcolonial; El largo camino a la renovación, de Stuart Hall (Lengua de Trapo, 2018), hizo lo propio con el thatcherismo en el Reino Unido. Fuera de España, Leftism Reinvented (Harvard University Press, 2018), de la socióloga Stephanie Mudge, hace una lectura original e inteligente de Gramsci para trazar la evolución de la socialdemocracia occidental en el siglo XX.
A esta galería se suma ahora Vida y pensamiento de Antonio Gramsci (1926-1937), también de la madrileña Akal. Escrito en 2012 por Giuseppe Vacca —historiador, presidente de la Fondazione Istituto Gramsci y oriundo de Bari, donde el sardo pasó la mayor parte de su cautiverio— y traducido al español por Antonio José Antón Fernández, se trata de una biografía intelectual extensamente documentada. Vacca se vale de material recabado durante décadas de investigación —principalmente correspondencia epistolar— para trazar la evolución del pensamiento de Gramsci e imbricarlo en un tapiz de relaciones complejas: con su mujer, Julia Schucht; con otros dirigentes del partido; con el movimiento comunista internacional durante el ascenso de Stalin y con el economista Piero Sraffa, cuya asistencia fue clave para la redacción de los Cuadernos. El objetivo es aunar teoría y biografía para hacer justicia a la observación del dirigente comunista Palmiro Togliatti: “Gramsci fue un teórico de la política, pero sobre todo fue un político práctico, es decir, un combatiente […] Toda la obra escrita de Gramsci debería tratarse partiendo de [esta] consideración”. Estamos ante un trabajo meticuloso, esencial para quienes busquen profundizar en la filosofía de la praxis gramsciana.
¿Cuáles son las líneas maestras de este pensamiento? Aunque muchos de sus conceptos clave —sobre la función de la hegemonía, el partido político como “príncipe moderno”, la guerra de posición y movimiento, o el papel del intelectual orgánico— han adquirido popularidad por cuenta propia, todos se pueden inscribir dentro de una matriz común en la que destacan tres elementos. El primero es la consideración de la cultura nacional, las normas y los valores como un terreno de disputa fundamental para alcanzar y ejercer el poder político. Esta sensibilidad convierte a Gramsci en el máximo exponente de lo que Michael Burawoy denomina un marxismo sociológico, alejado del determinismo económico que caracteriza a las ramas más ortodoxas (y torpes) de la tradición. El segundo elemento, derivado del primero y ejemplo del legado intelectual de Maquiavelo en Gramsci, es una apreciación de la autonomía de lo político. Lejos de reducir la competición electoral a un apéndice de las relaciones de clase, la virtud y la fortuna intervienen a la hora de formular estrategias, maniobrar contra adversarios o explotar una coyuntura con talento. Aquí aparece el tercer elemento clave: la posición de Gramsci, en la expresión de Eddy Sánchez, como un teórico de la coyuntura, cuyo análisis “se pone al servicio de la acción política concreta que permita captar, en cada momento, el problema central y actuar en consecuencia”.
Nada de esto, sin embargo, explica su popularidad actual. En la posguerra el pensamiento de Gramsci atravesó décadas de hibernación, circunscrito a y patrimonio del poderoso Partido Comunista de Italia. Redescubierto en los setenta, tampoco alcanzó entonces el aclamo de marxistas como Louis Althusser, que hoy suscitan un interés pasajero. En los ochenta, cuando la nueva izquierda británica procura entender la ruptura del orden de posguerra que trajo el thatcherismo, reemerge al fin el interés por su legado. Contra el historiador Eric Hobsbawm, que subestimó a Margaret Thatcher como una aberración pasajera, Stuart Hall supo entender que la Dama de Hierro tenía un plan para reconstituir el sentido común británico soldando dos ideologías en apariencia incompatibles: el conservadurismo moral inglés y la ideología del libre mercado. Anticipándose a sus victorias electorales en los ochenta, Hall explicó que las contradicciones en el interior del thatcherismo –entre, por ejemplo, los intereses de pequeños propietarios y grandes empresas– no eran un síntoma de debilidad, sino prueba de su voluntad de aglutinar un bloque social heterogéneo en torno a un proyecto político transformador. Perry Anderson, siempre parco en sus elogios, describió este análisis como “el ejemplo más clarividente de un diagnóstico gramsciano de una sociedad”.
El avance del neoliberalismo en los ochenta también trajo innovaciones en el terreno de la economía política y el desarrollo. El ejemplo más claro es la teoría de la dependencia, que planteó la existencia de tensiones entre el centro y la periferia del sistema de producción mundial, donde el desarrollo del primero es parasitario del segundo. Aquí, de nuevo, la huella de Gramsci es perceptible. Nacido en un pueblo humilde de Cerdeña, combinó su origen campesino con la agitación política durante el bienio rojo de Turín (1919-1920). Esta experiencia directa de las diferencias entre el mundo rural y urbano le permitiría teorizar los límites de la acción revolucionaria en Italia: en concreto, la persistencia de una “cuestión meridional” que obligaría a los obreros industriales y urbanos del norte a establecer una alianza histórica con el campesinado pobre del Mezzogiorno si aspiraban a gobernar el país.
Estos dos ejemplos indican que el atractivo de Gramsci también reside en que fue un teórico de la derrota. La revolución rusa y la caída de los imperios centroeuropeos llevaban consigo la promesa de un futuro emancipador, capaz de trascender las contradicciones que desembocaron en la Primera Guerra Mundial. En vez de eso Europa presenció un empuje contrarrevolucionario, seguido de la restauración del orden económico victoriano, el auge de la extrema derecha y la deriva hacia un conflicto aún más sangriento. El año 1918 no representó el fin utópico de la historia, sino un interludio gramsciano: cuando lo viejo no termina de morir, lo nuevo no termina de nacer y se multiplican los síntomas mórbidos.
Los paralelismos con la actualidad abundan. Barack Obama entró en la Casa Blanca con una retórica mesiánica de cambio y esperanza. El desplome financiero de 2008 nos emplazaba a “refundar el capitalismo”, en palabras del entonces presidente francés. La reconfiguración se produjo, pero no en la dirección que parecía abrirse tras el colapso de los modelos macroeconómicos neoliberales. Al contrario, de 2010 en adelante se apostó por las políticas de austeridad, combinadas con la represión de los colectivos más damnificados por la crisis. En la zona euro también se ha instaurado, como señala Eddy Sánchez, una nueva “cuestión meridional” que obliga a los Estados miembros del sur a anclarse en modelos de crecimiento dependientes del turismo, el sector servicios y la especulación inmobiliaria.
El resultado de este proceso no es solo un aumento de la precariedad y desigualdad económicas. Durante la década pasada hemos presenciado cambios profundos en las identidades políticas: desde el auge del populismo y la fragmentación de los sistemas de partidos tradicionales hasta la consolidación de enormes brechas generacionales, pasando por la emergencia de lo que el politólogo José Fernández-Albertos denomina “precarios políticos” y los dilemas de la clase trabajadora tradicional, atrapada entre los fracasos del centro-izquierda y los cantos de sirena del nacionalismo. Movimientos que no siempre guardan una relación lineal con el devenir de la economía, pero que difícilmente hubiesen sorprendido a Gramsci.
El mundo actual se ha vuelto desconcertante para quienes se acomodaron al que le precedió. Volvemos a encontrarnos en un interludio, donde lo viejo agoniza pero lo nuevo no termina de nacer. La filosofía de la praxis es imprescindible para afrontar este impasse con destreza.