Barcelona no merece un paraurbanismo tan cutre
Son los populismos demagógicos, de derechas y de izquierdas, iniciados en Estados Unidos en los setenta a base de devaluar el concepto de sociedad civil, hábilmente difundidos por los nuevos telepredicadores, apoyados entonces por el hiperliberalismo de Reagan, que tanto concuerdan, a través de Trump, Salvini o Bolsonaro, con la coyuntura actual, tan condicionada por la manipulación y la posverdad.
El urbanismo táctico ni es una estrategia disciplinar ni es el instrumento que Barcelona necesita
Este tipo de populismo nada tiene que ver con los anteriores. Denota una gran amnesia ideológica propiciada por su decisión de im-pensar la historia, pero precisa de un caldo de cultivo para desarrollarlo con facilidad. El denominado urbanismo táctico, anclado en el populismo demagógico y resguardado coyunturalmente bajo el paraguas de la covid, es la táctica elegida.
El urbanismo táctico, propiciado por el populismo demagógico, no es ningún invento. Su fobia por lo urbano ya fue argumentada por el Desurbanismo, una corriente urbanística desarrollada durante 1929-1930 en la Rusia soviética que decía: “No se trata de transformar el campo en ciudad, ni de reducir su dimensión, sino de dispersarla lo más posible a fin de eliminar la ciudad en general”. No se trata de combinar de otro modo la ciudad y el campo… ni de conciliar el campo y la ciudad… se trata de “una nueva deslocalización de la humanidad”.
Semejante barbaridad, fruto de la mala interpretación urbanística del conflicto campo/ciudad tan vehemente analizado por Marx y Engels, no tuvo ningún éxito, y se estrelló cuando su proyecto estrella Moscú, Ciudad Verde, intentó disolver la capital. Entonces Stalin entendió que ni con el capitalismo ni con el comunismo era socioeconómicamente factible un territorio sin la movilidad adecuada y decidió encargar a Ford la producción masiva de automóviles, camiones y tractores (200.000 vehículos al año), que implicó la construcción en Stalingrado de la mayor fábrica de vehículos del mundo (40.000 por año).
De estas experiencias deberíamos sacar algunas conclusiones: ¡es necesario un modelo de movilidad que propicie el nivel de producción capaz de garantizar el stock de capital suficiente para poder implementar las políticas de bienestar! Y también que ¡los intentos de naturalizar la ciudad mediante soluciones estrambóticas ajenas a su cultura (huertos urbanos, jardines verticales, plantas en los alcorques, decoración verde…) solo contribuyen a su desnaturalización y a su degradación ecológica!, pues está demostrado que el verde urbano, ¡no los árboles!, suele producir un balance ecológicamente negativo, porque su mantenimiento casi siempre implica una producción de CO2superior al que es capaz de absorber.
En este sentido, antes de pensar en un nuevo Plan Cerdà del siglo XXI, los responsables del urbanismo barcelonés deberían explotar al máximo su potencial y ser consecuentes con su idea original, por ejemplo, intensificando la implementación en los patios de manzana de jardines públicos que, dotados de abundante arbolado y wifi gratuito, promoverán mayor eficiencia social.
El urbanismo táctico, propiciado por el populismo demagógico, desconfía de la idea moderna de progreso humano y en aras de su idea, más emocional que científica, sobre el decrecimiento, desprecia la producción a cualquier escala (emprendedores o empresas), propiciando una sociedad altamente subvencionada que a medio plazo generará una “proletarización de las clases medias”, un estatus deseable para el populismo demagógico porque gestionará las reivindicaciones que ellos mismos han provocado al despreciar la generación de riqueza.
El populismo demagógico que alimenta al urbanismo táctico “sustituye la argumentación científicamente razonada por el relato emocional” (Walter Benjamin ya nos advirtió que esta opción era nefasta para el progreso ideológico) y abusa de una argumentación tautológica que convierte la subjetividad en un concepto determinista a fin de asegurar el protagonismo de una cierta individualidad que entiende moldeable, blanqueando conductas como “el fin justifica los medios” o el “todo vale”, actitudes inadmisibles en una sociedad que aspira a rearmarse ideológicamente sin perder sus valores ético-morales y que distingue claramente entre el ¿qué se hace? y el ¿cómo se hace? Por eso, para vestir al santo recoge parcialmente y fuera de contexto algunas tesis de Foucault que entienden “la subjetividad como una táctica aleccionadora y generadora de técnicas capaces de conseguir individuos disciplinados”, y aquellas de Guattari que señalan que “el subjetivismo se puede manipular y producir masivamente mediante instrumentos como los medios de comunicación, la publicidad, las encuestas y los sondeos, capaces de prefabricar opiniones y narrativas estereotipadas”. Ahora, el problema no es solo que los bloques de hormigón en las calles del Eixample sean peligrosos y feos, sino constatar que su presencia apunta a un modelo urbano donde el diseño, la creatividad y la productividad no tienen cabida.
El urbanismo táctico propiciado por el populismo demagógico utiliza las infraestructuras y el espacio urbano para agudizar la fobia por lo urbano, pero no como escenario de movilidad interactiva ni de confrontación de nuevas ideas y proyectos. Al ver las infraestructuras como algo faraónico y superfluo, no valoran que por su condición de capital social fijo, el raquitismo infraestructural debilita a la sociedad civil, porque limita su capacidad operativa y creativa.
Esta actitud explica su apriorística inhibición propositiva y su tendencia del “no a todo”.
Frente a esta actitud hay que actuar proactiva y propositivamente: hay que discriminar el coche que contamina respecto del que no lo hace y priorizar la movilidad necesaria para garantizar la productividad y la interacción social; establecer medidas para contribuir a mejorar las telecomunicaciones; promover una plataforma energética a escala urbana porque las medidas sugeridas por el eslogan “la revolución de los tejados” tendrán problemas de implementación en ciudades patrimonialmente exigentes como Barcelona; explorar las actuales circunstancias económicas y urbanísticas para construir masivamente nuevas tipologías de viviendas para habitar y trabajar; establecer, en colaboración con la Autoritat Portuària, las condiciones que permitan racionalmente el turismo de cruceros; propiciar el modelo turístico más adecuado para salvaguardar su rol socioeconómico (más del 12% del PIB); actuar con más convicción a favor del Mobile y los salones internacionales; dejar de estigmatizar y replantear el zoo (solo la tradición zoológica de Barcelona y el buen hacer de sus empleados explican que, a pesar de todo, sea visitado anualmente por un millón de niños); reciclar la totalidad (19 m3) de las aguas depuradas porque permitiría reducir más del 60% la importación de agua de los dos ríos, y resolver definitivamente la incertidumbre de su suministro… En definitiva, apostar sin titubeos por la innovación urbana. Por cierto, ¿es el tranvía decimonónico el transporte más adecuado para el siglo XXI? ¿Su presencia es compatible, por seguridad, con un ajardinamiento más intenso de la Diagonal?
En realidad, tal como hoy lo conocemos, el llamado urbanismo táctico ni se puede considerar una estrategia disciplinar ni es el instrumento que Barcelona necesita para renacer. Solo es una forma de paraurbanismo cutre, que lamina la iniciativa de la sociedad civil y menosprecia la sensibilidad cultural, que, si perdura y no se corrige, acarreará a corto plazo graves consecuencias socioeconómicas para la ciudad y para el país, precisamente cuando más necesitamos una capital fuerte, resiliente y creativa.
¡La ciudad no es una aporía y, desde luego, es cultural y genéticamente incomprensible actuar como si Barcelona lo fuese! Por eso los responsables de esta patología urbana deben rectificar y propiciar una mayor empatía con la sociedad civil.
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