1984 ya está aquí y nos coge desprevenidos

Emerge el rostro de una dictadura tecnológica

Datos y algoritmos conforman un binomio de control que la técnica impone sobre la humanidad, sostiene José María Lassalle en su último libro. Caminamos hacia la administración matematizada del mundo
Feria de seguridad en Internet, celebrada en Pekín en octubre de 2018. 
Feria de seguridad en Internet, celebrada en Pekín en octubre de 2018.  THOMAS PETER (REUTERS)

Una figura destaca sobre el horizonte de incertidumbres, malestares y miedos que acompaña el comienzo del siglo XXI. Se trata por ahora de una silueta por definir. Una imagen que todavía no refleja con exactitud sus contornos pero que proyecta una inquietud en el ambiente que nos previene frente a ella. Su aparición delata un movimiento de alzada vigorosa, que lo eleva sobre la superficie de los acontecimientos que nos acompañan a lo largo del tránsito del nuevo milenio.

Envuelta por un aliento de energía sin límites, su forma va adquiriendo volúmenes titánicos en los que se presiente la desnudez granítica de una nueva expresión de poder. Con sus gestos se anuncia el reinado político de un mundo desprovisto de ciudadanía, sin derechos ni libertad. Una época que asistirá a la extinción de la democracia liberal. Que instaurará una era mítica a la manera de las que imaginó Hesíodo, hecha de vigilancia y silicio, habitada por una raza de humanos sometidos al orden y a la seguridad. Un mundo de fibra óptica y tecnología 5G, dominado por una visión poshumana, que desbordará y marginará el concepto que hemos tenido del hombre desde la Grecia clásica hasta nuestros días.

El mundo evoluciona a lomos de la revolución digital hacia una nueva experiencia del hombre y del poder. Una evolución que parte de una resignificación del papel del ser humano debido a la introducción de un vector que lo transforma radicalmente. La causa está en la interiorización de la técnica como una parte sustancial de la idea de hombre. Esta circunstancia se desenvuelve dentro de un marco posmoderno que da por superadas las claves que definió la Ilustración filosófica del siglo XVII bajo el rótulo histórico de la Modernidad. Jean-François Lyotard explicó a finales de la década de los años setenta del siglo pasado que la condición posmoderna era el final de las grandes narrativas que habían interpretado el mundo dentro de un relato coherente de progreso y racionalidad. Para este autor la estructura intelectual de la Ilustración era insostenible debido, precisamente, a los avances técnicos y los cambios posindustriales que propiciaban las telecomunicaciones de la sociedad de la información. Estas circunstancias hacían que el humanismo, y la centralidad que atribuía este al hombre, hubiera sido desplazado como eje de interpretación del mundo por una visión científica que lo subordinaba a la técnica y a su voluntad de poder.

La revolución digital en la que estamos inmersos en la actualidad hace cada día más palpable la condición posmoderna. Y, sobre todo, contribuye a una reconfiguración del poder que está gestando una experiencia del mismo a partir de una voz de mando que es capaz de gestionar tecnológicamente la complejidad de un mundo pixelado por un aluvión infinito de datos. Hoy, los datos que genera Internet y los algoritmos matemáticos que los discriminan y organizan para nuestro consumo son un binomio de control y dominio que la técnica impone a la humanidad. Hasta el punto de que los hombres van adquiriendo la fisonomía de seres asistidos digitalmente debido, entre otras cosas, a su incapacidad para decidir por sí mismos.

La digitalización masiva de la experiencia humana comienza a revestir el aspecto de una catástrofe progresiva

Esta circunstancia hace que la humanidad viva atrapada dentro de un proceso de mutación identitaria. Un cambio que promueve una nueva utopía que transforma su naturaleza al desapoderar a los hombres de sus cuerpos y sus limitaciones físicas para convertirles en poshumanos programables algorítmicamente, esto es, seres trascendentalmente tecnológicos y potencialmente inmortales al suprimir sus anclajes orgánicos. Un cambio que adopta un proceso previo de socialización que hace de los hombres una especie de enjambre masivo sin capacidad crítica y entregado al consumo de aplicaciones tecnológicas dentro de un flujo asfixiante de información que crece exponencialmente.

La experiencia de la posmodernidad va descubriendo de este modo no solo la naturaleza fallida de la Ilustración que describió tempranamente Lyotard, sino el fracaso de los relatos que la fundaban en toda su extensión. Destacando de entre todos ellos el político, pues, como veremos, la institucionalidad de los Gobiernos democráticos y la legitimidad de las sociedades abiertas de todo Occidente se encuentran en una profunda crisis de identidad. Se ven cuestionadas en sus fundamentos por la sustitución de la ciudadanía como presupuesto de la política democrática por multitudes digitales que allanan el camino hacia lo que Paul Virilio describió como “la política de lo peor”.

Todos estos factores son los que están contribuyendo a que emerja esa figura titánica que describíamos más arriba y que adopta el rostro de una dictadura tecnológica. Una especie de concentración soberana del poder material que descansa en la gestión de la revolución digital. Gestión que ofrece orden dentro del caos y seguridad en medio de la época de catástrofes que acompaña la mutación que estamos viviendo a velocidad de vértigo. El protagonista político del siglo XXI ya está con nosotros. Todavía no ejerce su autoridad de manera plena pero va haciéndose poco a poco irresistible. Acumula poder y crece en fuerza. Se insinúa bajo modelos distintos —China y Estados Unidos son los paradigmas—, que convergen alrededor de los vectores que impulsan su desarrollo: la inteligencia artificial (IA), los algoritmos, la robótica y los datos.

Avanzamos hacia una concentración del poder inédita en la historia. Una acumulación de energía decisoria que no necesita la violencia y la fuerza para imponerse, ni tampoco un relato de legitimidad para justificar su uso. Estamos ante un monopolio indiscutible de poder basado en una estructura de sistemas algorítmicos que instaura una administración matematizada del mundo. Hablamos de un fenómeno potencialmente totalitario que es la consecuencia del colapso de nuestra civilización democrática y liberal, así como del desbordamiento de nuestra subjetividad corpórea. Se basa esencialmente en una mutación antropológica que está alterando la identidad cognitiva y existencial de los seres humanos. La digitalización masiva de la experiencia humana, tanto a escala individual como colectiva, comienza a revestir el aspecto de una catástrofe “progresiva, evolutiva, que alcanza la Tierra entera”. (…)

El siglo XXI continúa su andadura bajo el presentimiento de que es inevitable la aparición de un Ciberleviatán. Sobre sus espaldas se entrevé cómo se ordenará la complejidad planetaria que sacude nuestras vidas y que libera oleadas de malestar e incertidumbres que amenazan las estructuras clásicas de un statu quo que se volatiliza por todas partes. Lo más probable es que el Ciberleviatán se instaure por aclamación, a la manera de la dictadura pensada por Carl Schmitt. Mediando un pacto fundacional sin debate ni conflicto, como el producto de una necesidad inevitable y querida si se quiere preservar la vida bajo la membrana de una civilización tecnológica de la que ya nadie puede desprenderse para vivir.

José María Lassalle es ensayista y fue secretario de Estado de Cultura y Agenda Digital. Este texto es un extracto de su libro ‘Ciberleviatán, el fracaso de la democracia liberal frente a la revolución digital’, que publica Arpa el 8 de mayo.

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«Hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no se rebelarán, y hasta después de haberse rebelado, no serán conscientes.»

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