Maribel e Ignacio viven en un chalet de dos plantas, con un jardín interior donde corretea su perro, en Valencinas, a las afueras de Sevilla. Una casa espaciosa donde, a priori, cualquier matrimonio a las puertas de la jubilación querría pasar sus años de retiro. Una idea que, sin embargo, no entra en sus planes. El matrimonio aspira a vivir esta nueva etapa de su vida, lo que se ha bautizado como madurescencia, junto con otros amigos, cuidándose los unos de los otros, compartiendo e intercambiando aficiones, manteniendo una vida activa y garantizándose su autonomía personal en un lugar diseñado por ellos de acuerdo con sus necesidades. “Nos negamos a ser una carga para nuestros hijos y no queremos acabar viviendo solos o en una residencia que no nos podemos permitir, queremos estar rodeados de gente que nos entienda, con la que compartamos intereses y que juntos podamos atendernos entre todos”, explica Ignacio desde el sofá de su salón.
Maribel, de 61 años, funcionaria de la Junta de Andalucía desde hace más de cuatro décadas, y su marido Ignacio, de 63, directivo de banca prejubillado, buscan, como muchos de su generación, conjurar los fantasmas de la soledad, el aislamiento y la dependencia y han encontrado en el cohousing la solución perfecta. “La sociedad no está preparada para la madurescencia”, asegura Ignacio. El cohousing o vivienda colaborativa es una fórmula de convivencia en la que sus residentes o socios diseñan y autogestionan el edificio en el que viven, en el que se integran viviendas privadas con zonas comunes amplias de las que también se encargan ellos y que funcionan como una extensión de los pisos particulares. En la comunidad, que suele constituirse como cooperativa, se organizan y se reparten todas las tareas, aprovechando todas las sinergias -personales y profesionales de los socios, y funcionales, en virtud de la arquitectura y disposición del inmueble y los terrenos que lo rodean- con la intención de colaborar y cuidarse hasta el fin de sus días. El matrimonio forma parte, junto con otros cuatro compañeros de Abante Jubilar Sevilla, una asociación que ha iniciado los trámites para construir el primer modelo de cohousing de la provincia.
Este fenómeno, asentado desde hace años en el centro y el norte de Europa, aún está dando sus primeros pasos en España, pero se está expandiendo con gran rapidez. En la actualidad hay unos 30 proyectos en todo el país, la mayoría ubicados en Andaucía, Cataluña y Madrid. “El cohousing es una forma de revolucionar el envejecimiento”, afirma Pedro Ponce, impulsor de una iniciativa de Senior Cohousing en Huelva. La forma de envejecer en el siglo XXI no tiene nada que ver con la del siglo XX. Una inercia más de la generación de los babyboomers, la que rompió moldes con el mayo del 68. “El concepto de envejecimiento ha cambiado, envejecer ya no es sinónimo de deterioro, es una etapa más, como la adolescencia, con sus nuevas tareas de identidad”, explica José. A. Sánchez Médina, psicólogo de la universidad Pablo de Olavide de Sevilla y experto en cohousing. “El cohousing permite elegir con quién quieres vivir y envejecer. Esta solución habitacional permite luchar contra la soledad porque recupera las relaciones de vecindad y promueve un envejecimiento activo”, incide el profesor.
Abante Jubilar Sevilla aún está buscando suelo, uno de los principales obstáculos del cohousing y que ralentiza el desarrollo de los proyectos. “Nuestros perfiles no encajan con muchas ofertas de suelo urbano público. El suelo privado encarece todo el proyecto y es difícil de encontrar porque requerimos de amplio espacio”, sostiene Maribel. La financiación también supone un problema. Pocas entidades bancarias se atreven a avalar estos proyectos, que suelen recaer en manos de la banca cívica.
Todos los proyectos de cohousing, con sus variaciones, están perfectamente organizados en fases. En la primera, el grupo motor, un número reducido de individuos, define el modelo de convivencia y adopta las decisiones por unanimidad; luego se pasa a la etapa de captar socios y buscar suelo y financiación, para acabar ya con el período de iniciar la convivencia. Desde que se idea el proyecto hasta que se entra a vivir, la media es de unos seis años. “Una duración determinada es bueno porque el grupo se cohesiona, pero si se alarga demasiado puede acabar agotándolos”, advierte Sánchez.
Si algo les sobra a quienes se involucran estas iniciativas es ilusión y paciencia. El cohousing no es una residencia de ancianos ni una comuna de abuelos modernos o viejenials. Cada modelo es distinto: unos proyectan más habitaciones -se aconsejan unas 35-40 de unos 50 metros cuadrados- o zonas comunes distintas (peluquería, biblioteca, restaurante, baño terapéutico…), otros priman la uniformidad de las franjas de edad, como en el caso de Abante Jubilar -la media está en 65 años-, mientras que en el caso de Huelva se busca combinar gente joven, de 40 años, con más mayores “para evitar envejecer a la vez y que no podamos ayudarnos los unos a los otros”, defiende Ponce, pero todos buscan compartir sus inquietudes y aportar sus experiencias personales o profesionales al proyecto a través de actividades: cine fórum, debates, cursos, conferencias, audiciones musicales… y todas sus actividades están abiertas al resto de vecinos porque lo que buscan no es aislarse sino integrarse en la sociedad.
El cohousing tampoco es una alternativa a los geriátricos tradicionales. Lo que prima es el cocuidado entre todos y lo que se llama ayuda integral centrada en la persona: promocionar la salud de una manera personalizada de acuerdo con las necesidades de cada uno de los inquilinos. Todos los proyectos cuentan con habitaciones preparadas para aquellos socios que necesiten atenciones especiales. “A nadie se nos escapa que vamos a morir aquí. Si me encuentro en una situación de dependencia, voy a estar rodeado de gente que me ayude”, recuerda Ignacio.
El ejemplo de Trabensol
Aunque cada iniciativa ha buscado adaptar los distintos modelos existentes a sus propias necesidades, todas han buscado cierta inspiración en el ejemplo de la residencia Trabensol, en Torremocha del Jarama, la primera experiencia de cohousing que surgió en España. Sus 54 socios -cada socio puede ser una pareja o una persona individual, en total son 80 residentes- llevan desde 2013 viviendo bajo el sistema de vivienda colaborativa, una forma de organización que no les era ajena, ya que la mayoría proviene del mundo del cooperativismo. Un estudio de arquitectos jóvenes les diseñó un edificio que respondía a sus reclamaciones: que fuera bioclimático, tuviera un impacto mínimo sobre el medio ambiente y que conllevara poco gasto de mantenimiento. Se organizan en distintas comisiones, que van desde la de Economía a la de jardinería y desarrollan actividades abiertas a todo el pueblo. Tienen una lista de espera de 26 socios.
Quienes acaban de comenzar con esta experiencia son los miembros de Residencial Antequera 51, que se mudaron a su edificio a comienzos de febrero. Como en todos los casos de cohousing, los muebles de las viviendas individuales son de sus inquilinos. La pérdida de espacio y la imposibilidad de poder llevarse todo lo que tenían en sus anteriores hogares no ha sido especialmente traumática. “La mudanza es uno mismo”, dice Manuel Ruiz, uno de los socios fundadores. “Los que ya están viviendo están locos de alegría”, asegura.
“El secreto del éxito es la convivencia”, asegura Moreno. La determinación por eludir la soledad, no verse reducidos a ser una carga para los hijos y, en definitiva, escoger libremente cómo vivir la jubilación y la vejez de manera autónoma es el vínculo sobre el que tejen la base de su relación todos los socios de las distintas iniciativas de cohousing y el que les permite vencer las trabas de la falta de suelo o los recelos de las entidades financieras e instituciones públicas para financiar estos proyectos de vida. “La edad y la vulnerabilidad son factores que deberían tenerse en cuenta por las Administraciones”, sostiene Sánchez.