Autor: Héctor G. Barnés,El sistema límbico es esa región del cerebro donde residen nuestros instintos, si se permite la simplificación. El placer, el miedo y la agresividad, el deseo sexual, el hambre, la atención o la memoria se forman en esa tierra ignota entre el tálamo, el hipotálamo, el hipocampo y la amígdala cerebral. Para el profesor de la Universidad del Norte de Florida David T. Courtwright, es también la zona de nuestro cerebro que ha sido asaltada por el capitalismo moderno. Un sistema que cuanto más se comportan los ciudadanos como adictos, más beneficios obtiene. “El capitalismo límbico es un sistema empresarial tecnológicamente avanzado pero socialmente reaccionario en el que las compañías globales, a menudo con la complicidad de gobiernos y organizaciones criminales, animan el consumo excesivo y la adicción”, escribe Courtwright en la introducción de su último libro, ‘The Age of Addiction. How Bad Habits Became Big Business‘ (Harvard University Press), es decir, “La era de la adicción. Cómo los malos hábitos se han convertido en buenos negocios”, que acaba de publicarse en Estados Unidos. ¿Cómo lo hacen? Masajeando el sistema de recompensas del sistema límbico, “la parte del cerebro responsable de las emociones y las reacciones instintivas”.
Las compras compulsivas, los atracones de comida, las apuestas o el abuso de opiáceos son consecuencia directa de esta forma de capitalismo
Para el autor especializado en la historia de las drogas, el capitalismo ha evolucionado poco a poco hasta convertirse en una industria de la adicción. El autor concede que quizá el término no sea el mejor para hablar del consumo compulsivo de pornografía, videojuegos o la ingente cantidad de información que cada día vomitan nuestros ‘smartphones’, pero defiende su utilización coloquial. “La naturaleza de la adicción tiene implicaciones –o, mejor dicho, tentaciones– para las empresas que venden productos de nuestro día a día”. Entre los sospechosos con nombres y apellidos, los Big Mac de McDonald’s, Snapchat, pastillas para el dolor o videojuegos como ‘Assassin’s Creed’ o ‘World of Warcraft’. Por supuesto, también las compras, los atracones de comida, el juego o el abuso de opiáceos.
El libro se abre precisamente con una anécdota sobre el videojuego de Blizzard. Courtwright acababa de terminar una charla en Cambridge cuando un estudiante sueco se le acercó y le explicó que muchos de sus compañeros de generación habían dejado la universidad para dedicarse a jugar compulsivamente al ‘World of Warcraft’. Se sentían fatal, pero no podían dejar de hacerlo. Algunos de ellos, además, lo hacían con un orinal al lado del ordenador para no tener que levantarse. El historiador interpreta ese orinal como uno de los signos definitivos de una era en la que la palabra “adicción” ha dejado de utilizarse únicamente para las drogas para comenzar a abarcar también la conducta. El cerebro de un adicto al juego y de un drogadicto no son tan diferentes, recuerda.
“Una adicción es un hábito que se ha convertido en algo negativo, en el sentido de que es fuerte, preocupante y dañino, tanto para uno mismo como para los demás”, añade el autor de ‘Las drogas y la formación del mundo moderno: breve historia de las sustancias adictivas‘, editado en España por Paidós. “La clase de daño depende de la sustancia o del comportamiento. Puede que no arruinen sus hígados o pulmones, pero los jugadores compulsivos arruinan su vida en pareja o sus proyectos formativos”. Aunque se suele culpar a internet de la aparición del capitalismo límbico, han sido más bien la globalización, la industrialización y el surgimiento de las grandes ciudades los que han favorecido que “los cinco motores de la adicción de masas” se enciendan. A saber: accesibilidad (facilidad para consumir), asequibilidad (bajos precios), publicidad (bombardeo de mensajes al consumidor), anonimato (del acto de consumo) y anomia, es decir, el aislamiento social del individuo.
La conquista del placer
El proceso de asalto a nuestro aparato límbico por parte del capital ha sido gradual. La evolución humana se ha caracterizado por ampliar sin parar su horizonte de placeres, ya fuesen expresiones culturales “elevadas” como el teatro, la música o la danza, o degradantes como el consumo excesivo de alcohol. A partir del siglo XIX, con el comercio global, el uso de mano de obra esclava y la aparición de imperios corporativos globales, los goces comenzaron a ampliarse. La sexualidad expandió sus fronteras, el deporte se convirtió en una industria, el ocio nocturno se popularizó, la fotografía y el cine expandieron las posibilidades del placer visual y el propio acto de consumir pasó a convertirse en una fuente de deleite. “El vicio y la adicción florecieron a la sombra del placer”.
La Regla del 80-20 se cumple para casi todo…
Es la regla del 80-20 del alcohol: el 80% de las bebidas espirituosas se venden al mismo 20% de consumidores, prácticamente adictos
Fue entonces cuando los capitalistas comenzaron a darse cuenta que el placer, el vicio y la adicción podían convertirse en una importante vía de negocio. “En el siglo XIX, los emprendedores pasaron de simplemente vender lo que la expansión del comercio y los nuevos descubrimientos habían hecho posible a diseñar, producir y comercializar productos potencialmente adictivos de manera que se incrementaba la demanda y se maximizaban los beneficios”, recuerda Courtwright. Este reconoce que los moralistas victorianos que se llevaban las manos a la cabeza frente a la vida disoluta de sus vecinos tenían razón en dos cosas: una, que el vicio se convertía fácilmente en un negocio rentable.
Otra, aún más importante, es que los vicios aparentemente de distinta índole causaban efectos semejantes e iban de la mano, como la prostitución y el consumo de drogas en los burdeles. El autor recuerda que la neurociencia ha demostrado mucho después que así es, y que la liberación de dopamina puede resultar tan adictiva que sus esclavos sigan deseando consumir aquello que saben que es malo para ellos. “Cuanto más rápida e intensa es la recompensa cerebral que proporcionaban, más probable era que provocasen aprendizaje patológico, sobre todo entre aquellos más vulnerables genéticamente”.
Es la regla del 80-20, según la cual, el 80% del alcohol se vende tan solo a un 20% de consumidores. Una proporción probablemente exportable a otros sectores, lo que muestra que gran parte de ellos no se basan en vender poco a muchos, sino en vender mucho a pocos. Un sistema que provoca paradojas para la salud pública, como ocurre con el propio alcohol, cuyo consumo se alentó debido a que dejaba grandes cantidades de dinero en las arcas públicas y privadas hasta que la adicción a las bebidas espirituosas comenzó a elevar los costes sociales y los gobiernos se vieron obligados a tomar medidas. Hoy es aún mucho más difícil que los Estados modernos se enfrenten a industrias como la del entretenimiento, la de la alimentación y la farmacéutica que, según Courtwright, se basa en el principio del capitalismo límbico.
Un pacto con el diablo
El profesor no se muerde la lengua a la hora de recordar que el capitalismo límbico apenas ha tenido que enfrentarse a resistencias por parte de las autoridades públicas. Más bien al contrario, se han convertido en sus aliadas. “Aprendieron a capear el temporal político”, recuerda Courtwright. “Destinaron gran parte de sus beneficios a comprar a los opositores. Desarrollaron técnicas de lobismo y de relaciones públicas para sobrevivir a las grandes reformas de comienzos del siglo XX”.
La gente sigue haciendo lo que sus cerebros les dicen que es gratificante, incluso cuando ya no es ni beneficioso ni placentero Después de la Segunda Guerra Mundial, con el auge de la sociedad de consumo, el capitalismo del sistema límbico ya no era simplemente otro sector más del mundo desarrollado, sino un pilar clave de este. Fue entonces cuando algunos de estos placeres se prohibieron (sobre todo, los relacionados con el consumo de drogas), otros se admitieron con recelo (el juego) y unos últimos se aceptaron por completo, como parte esencial de su cultura (las compras). “Durante la Guerra Fría, estas empresas comenzaron a ser cada vez más variadas, globales y a gozar de mayor legitimidad”.
La nueva era que se desarrolló de mano del neoliberalismo económico ya no era únicamente la de la adicción, sino de la “adicción por diseño”, en la cual los productos están creados específicamente para apelar directamente a los rincones más vulnerables del consumidor. El epítome de todo esto es Las Vegas, como ya explicó el profesor en un programa de radio de 2011, una de las primeras ocasiones en las que utilizó el término “capitalismo límbico”. La megalópolis del juego de Nevada, la conocida como Ciudad del Vicio, recoge las tres tendencias que la han hecho posible: la difusión global de los placeres potencialmente adictivos, el capitalismo límbico y el surgimiento de las “mecas del disfrute”.
La única salida posible es comprender cómo funciona nuestro cerebro. Recordar que la liberación de dopamina, ese neurotransmisor que engrasa nuestros procesos de cognición o motores, puede convertirse en un hándicap cuando nos volvemos adictos a ella, al necesitar una y otra vez el chute de esta recompensa cerebral. “La gente sigue haciendo lo que sus cerebros les dicen que es gratificante, incluso cuando ya no es ni beneficioso ni placentero”, concluye Courtwright. “Los adictos quieren su dosis incluso después de que les haya dejado de gustar, incluso cuando ya se han dado cuenta de sus efectos negativos”. Pero no se trata de una cuestión puramente cerebral, sino también política: la de comprender que lo que beneficia a las grandes corporaciones resulta dañino para nuestros verdaderos deseos, ocultos bajo una capa de adictiva dopamina.