‘Ara que tinc vintage’ (Lecciones de un aniversario)
Poner en cuestión el relevo generacional es algo tan absurdo como poner en duda la caída de los graves
Probablemente el conjunto de todas las intervenciones pueda dividirse en dos grupos. Por un lado, el de quienes, asumiendo algún tipo de vínculo personal o identificación con lo que ocurrió hace cincuenta años, intentaban elaborar un balance o llevar a cabo un examen de conciencia que, inevitablemente, tenía mucho de balance generacional, ahora que ya han abandonado la escena. Por el otro, el de quienes, explicitando de manera clara y rotunda su no pertenencia a la anterior generación, ensayaban un ajuste de cuentas con ella, es de suponer que para irrumpir en esa misma escena libres de todas las cargas del pasado.
Antes de entrar a debatir las razones de unos y de otros, una constatación previa resulta poco menos que ineludible. Poner en cuestión el relevo generacional es algo tan absurdo como poner en duda la caída de los graves. No se trata pues, quede claro, de debatir acerca de lo que la biología dictamina como ineluctable, sino de plantearse la forma en que dicho relevo pretende legitimarse, el específico «en nombre de qué» (más allá de la biología) los nuevos protagonistas vienen justificando su irrupción en los diversos escenarios de la vida social o, en fin, por decirlo con la terminología al uso, el relato de sí misma que está empezando a ensayar la nueva generación.
En estas pasadas semanas de aniversario hemos podido comprobar hasta qué punto uno de los ejes de este último relato generacional pasaba por el reproche global, cuando no la impugnación genérica, a quienes les precedieron. No se puede decir que semejante reproche constituya un recurso particularmente original, pero no por ello debe ser rechazado de entrada. Es cierto que echarle la culpa de todo a la generación anterior es un recurso tan pobre como, en política, endosar la responsabilidad de cuánto de malo pueda llevar a cabo un gobierno a la herencia recibida. Constituye, en definitiva, una forma de intentar mantenerse en una presunta inocencia originaria que, en cualquier caso, no podrá evitar encontrarse tarde o temprano con su fecha de caducidad. Sin embargo, lo anterior no excluye que pueda haber elementos de verdad en dicha atribución de culpas. Eso sí, conviene que sea lo más concreta posible, porque ya sabemos de la escasa utilidad a este respecto de descalificaciones de conjunto o sumarias en exceso.
Como resulta poco menos que obvio, el signo de la valoración variaba según la generación a la que perteneciera el analista
No han faltado, desde luego, en estos últimos días análisis que intentaban adentrarse en el detalle tanto de las propuestas que se planteaban hace cincuenta años en la primavera parisina como de la deriva que finalmente terminaron adoptando. Como resulta poco menos que obvio, el signo de la valoración variaba según la generación a la que perteneciera el analista, aunque lo que resultaba indiscutible para unos y otros era la distancia entre objetivos propuestos y resultados alcanzados. Precisamente por ello, y para no quedar enredados en los detalles (desenlace tan poco útil como el opuesto, el de disolvernos en generalizaciones brumosas), tal vez valga la pena intentar atender a otro aspecto de la cuestión y reparar, más que en su contenido concreto, en lo que podríamos llamar el tipo de relato que se ha planteado como alternativa al que fue hegemónico en amplios sectores de la izquierda durante décadas, esto es, el de los que se identificaban con —esto es, lo hacían suyo como acontecimiento fundacional de su generación— Mayo del 68.
2. Similitudes y diferencias.- Quizá lo que a este respecto más llame la atención sea no solo que a los representantes del relato entrante, que tanto interés tenían en enfatizar sus diferencias con el saliente, les haya pasado desapercibido el notable paralelismo que ambos mantienen, sino también que les hayan pasado inadvertidas algunas diferencias relevantes. Respecto a lo primero, en efecto, es cierto que cabe hablar de una lógica profunda compartida. En ambos relatos la generación que aparece define su identidad como grupo por referencia crítica a la generación anterior. A este rasgo, en gran manera previsible por repetido, se le une otra determinación, la de presentar el rechazo de lo precedente en términos épicos, de lucha contra lo viejo.
Pero lo viejo de los viejos es viejo al cuadrado, y reiterar a estas alturas cómo era el mundo en general y España en particular hace cincuenta años para, a continuación, aquilatar el valor del combate sesentayochista es algo más propio de algún episodio del ‘Cuéntame’ de turno que —por decir algo— del monográfico de una publicación ilustrada de izquierdas dedicado al mayo francés. Lo viejo contra lo que han combatido los nuevos, en cambio, tiene el atractivo aroma de lo reciente y nada facilita más la identificación intuitiva que definirse a contrapelo de los males del presente, responsabilidad completa, según este relato, de la generación anterior. Ello no impide constatar la diferencia de aquello contra lo que, siempre según sus respectivos relatos, unos y otros lucharon. Porque mientras los primeros suelen alardear de haber tenido enfrente la realidad de un régimen autoritario y fuertemente represivo, los segundos acostumbran a situar su indignación constituyente en el hecho de haber visto incumplidas todas las promesas que presuntamente se les habían hecho. Una diferencia ciertamente notable.
Lo viejo contra lo que han combatido los nuevos, en cambio, tiene el atractivo aroma de lo reciente
Importa señalar que si la contraposición se plantea en tales términos se puede estar incurriendo en la falacia de juzgar a unos por lo que hicieron (y no por aquello a lo que manifestaban aspirar en sus juveniles proclamas fundacionales de hace cincuenta años) mientras que a los otros se les valora por lo que declaran rechazar o por lo que rechazan otros, de los que se reclaman. Planteada así la cosa, los sesentayochistas serían responsables de todo lo que se produjo en estas últimas décadas como consecuencia de sus renuncias y desfallecimientos, resumibles todos ellos en lemas como «esto es lo que hay», «no hay nada (más) que hacer» y similares. Y a la inversa, los que vinieron después podrían ponerse las medallas simbólicas de cuantas luchas —del zapatismo al pacifismo pasando por el 15-M o incluso el independentismo— contra cualesquiera injusticia, opresión y desigualdad se hubieran librado a lo largo de estas décadas.
Obviamente, el relato épico de la generación anterior se resistiría a semejante dibujo y replicaría que no hace justicia a su legado de lucha contra el franquismo y por la democracia, así como a su tarea de construcción de un Estado de bienestar y de defensa de la ampliación de los derechos civiles. Sin duda, cualquier legado tiene luces y sombras, aunque a los efectos de lo que se está intentando plantear aquí lo importante desde la perspectiva de la clarificación es que el análisis crítico de esa generación no se abandone al trazo grueso y no termine metiendo en el mismo saco a quienes lucharon por las libertades y a quienes se empeñan en reducirlas, o a quienes universalizaron determinadas prestaciones sociales (enseñanza, sanidad, pensiones…) y a quienes, aún teniendo la misma edad, han hecho programa de recortarlas.
Aunque tal vez más importante que hacer justicia al relato épico de los sesentayochistas (sobradamente conocido, por lo demás) sea llamar la atención sobre algunos elementos del nuevo relato emergente que se acostumbran a reiterar como si fueran poco menos que obvios. Así, hay quienes parecen convencidos de que todas las cualidades y méritos de aquellos con los que, sea por su gestión sea por sus luchas, se solidarizan les resultan automáticamente atribuibles también a ellos. Pero, como es natural, para que esto no se quede en un mero ‘flatus vocis’ conviene introducir algún elemento práctico que permita establecer el real valor de dicha atribución.
Aquellos hechos constituyeron un modo particular —el modo que corresponde a una determinada generación, hoy declinante— de hacerse cargo de la herencia recibida
3. Cómo hacer cosas con palabras o por sus obras los conoceréis.- Por lo pronto, el hecho de que, como comentaba aquí mismo Ramón González Ferriz hace escasas semanas, ya veamos en el poder a los «nuevos revolucionarios» permite empezar a sortear la mencionada falacia de juzgar a unos por sus hechos y a otros por sus proclamas. A cualquier alcalde o alcaldesa recién llegado al cargo, por poner un ejemplo imaginario, le sale gratis declarar que se identifica con la gestión del mejor alcalde que haya encabezado el gobierno municipal, pero eso no garantiza en absoluto que la suya vaya a ser ni mínimamente aceptable.
Análogo correctivo se debería introducir respecto a la identificación con las luchas ajenas. Para que la identificación posea una mínima credibilidad deberá cumplir el requisito de resultar susceptible de ser llevada hasta el final, esto es, asumiendo también las consecuencias que de tales luchas se derivaron. ¿Es este el caso o, por el contrario, muchos de los que se presentan como portavoces de una nueva generación se han ido poniendo de perfil conforme aquellos combates a los que entusiásticamente se adherían, tan lucidos en sus orígenes, iban adoptando una deriva que les parecía menos presentable? El ventajismo de querer ser juzgado únicamente por las propias palabras tiene la severa contrapartida de que pone de relieve la trascendencia de determinados silencios, y en ellos —incluso en algunos francamente ominosos— suelen incurrir con frecuencia los mencionados portavoces.
Quienes han sustanciado el grueso de toda su práctica en una sonora práctica declarativa, deberían dar cuenta de las mutaciones contrarias
Pero también a la inversa. Quienes han sustanciado el grueso de toda su práctica en una sonora y tronante práctica declarativa, también deberían dar cuenta de las mutaciones de signo contrario, esto es, de las críticas radicales que sin mediar la menor explicación pública han devenido silencio, cuando no elogio. Para no irnos demasiado lejos con ejemplos exóticos, bastará con mencionar uno, bien próximo a quien esto escribe. Pienso en la llamativa mutación de aquellos antisistema de salón que impugnaban desde una presunta radicalidad el proyecto de Barcelona 92, criticándolo por lo que, según ellos, tenía de gigantesca operación especulativa que mostraba bien a las claras la degradación del proyecto socialdemócrata, y hoy se reclaman del gran impulsor de todo aquello, Pasqual Maragall, como uno de sus referentes políticos. En todo caso, parece claro que, en el momento en el que miembros de la nueva generación han empezado a ocupar espacios de poder de diverso tipo, real o simbólico, los comportamientos que han pasado a mantener no se corresponden con las manifestaciones que en gran medida les permitieron llegar hasta ahí.
Ahora bien, para que no se interprete de una manera torcida (por unilateral o parcial) lo que acabamos de decir habrá que añadir que ello vale tanto para los políticos (y las políticas) como para los (y las) intelectuales que revolotean a su alrededor, cual mariposas fascinadas por la luz que el nuevo poder emite. Así, podríamos aludir a esos autoproclamados perdedores que siempre están con los que ganan (u olfatean que van a ganar), a esos funcionarios docentes radical y subversivamente críticos con el Estado que, con la excusa de que lo suyo es centrismo de rancio abolengo trotskista, se dedican a ocupar espacios de poder en las estructuras académicas o en la Administración en general, a esos seguidores del situacionista Guy Debord fascinados con las candilejas de espectáculo, a esos apologetas del anonimato abonados al narcisismo digital más desatado (Fernando Savater, con mucha más gracia que yo para estas cosas, seguro que habría hecho aquí una divertida broma cambiando la letra «ge» por la letra «jota» y habría propuesto hablar más bien de apolojetas), y así sucesivamente…
Se reparará en que los elementos críticos que pueda contener la descripción anterior no difieren mucho de los que utilizaban para referirse a sus antecesores los criticados hace un instante. También ahora hemos empezado a ver, en un plazo breve de tiempo, el suficiente número de renuncias y desfallecimientos como para sospechar que en parte a lo que estamos asistiendo es a uno de esos ‘déjà vu’ tan bien teorizados por el filósofo italiano Remo Bodei. Pero no en vano hemos sido cuidadosos en puntualizar que es «en parte». Porque cada generación posee su especificidad, relacionada con las particulares circunstancias de todo tipo en las que le toca vivir y, por tanto, definir su identidad en tanto generación. Y si todas, como decíamos, lo hacen en relación con la precedente, la particular manera de teorizar dicha relación constituirá en gran medida la clave para dibujar dicha especificidad.
Así, de acuerdo con el retrato que hemos presentado de la llamada generación del 68, sus miembros nunca hubieran podido hacer suyo un eslogan como el de «queremos vivir como nuestros padres», entre otras cosas porque supuestamente era contra ese modelo de vida contra el que declaraban combatir. Igual que les hubiera costado aceptar un planteamiento como el que se hacía hace no mucho por parte de determinadas plataformas en términos de «no tendrás una casa en la puta vida», en el que la reivindicación parecía ser más la propiedad que el derecho a una vivienda digna. Reaparece en ambos casos, y en otros muchos que podríamos señalar sin esfuerzo, un supuesto que nunca se pone en cuestión, pero que parece constituir el motor del discurso, que no es otro que aquella frustración antes aludida por el incumplimiento de unas presuntas promesas por parte de la generación anterior. Un motor que, obviamente, nunca movilizó a los miembros de esta última, a la que queda fuera de toda discusión que nada nunca les fue prometido.
4. Tomar ejemplo de lo peor.- Pero dicha diferencia no debería ser leída en una clave tal que diera como resultado la condena de unos y la exculpación de otros. De hecho, la referencia al ‘déjà vu’ apuntaba en esa dirección. Plantear lo que son diferencias en términos de antagonismo solo puede inducir a confusión. Aquí no cabe planteamiento maniqueo alguno, porque hay errores para todos. Lo que significa que, en caso de que hubiera que plantear reproches, nadie quedaría por completo a salvo de alguno. Y para que esto no parezca una afirmación difusamente genérica, lo diré con una cierta verticalidad (fronteriza con la brutalidad): lo malo de esta generación es que se parece demasiado a lo peor de la anterior. Y no deja de resultar sorprendente la tenacidad con la que destacados representantes de la misma, que acostumbran a instituirse en sus portavoces y que, por añadidura, gustan de alardear de su actitud crítica, dedican tanto empeño a repetir lo más censurable de quienes les precedieron, como ha quedado señalado más arriba.
Lo diré con una cierta verticalidad (fronteriza con la brutalidad): lo malo de esta generación es que se parece demasiado a lo peor de la anterior
Pero este partido todavía no ha terminado por completo, aunque ya le quede poco más que el tiempo de descuento. El conflicto intergeneracional que hemos vivido en los últimos años anda dando sus últimas boqueadas. En poco tiempo, agotadas las maniobras de distracción (tipo herencia recibida), vamos a poder asistir con toda probabilidad al estallido del conflicto intrageneracional, en el que los que antaño iban del brazo para combatir al viejo enemigo común que desalojar, empezarán a pelearse entre ellos por ver quién se queda con el botín obtenido. No faltan hoy los que creen que se ha iniciado ya esta etapa.
De la misma forma que es de prever que dentro de no mucho, cuando los argumentos de la necesaria transformación radical de lo existente se agoten (entre otras cosas porque la transformación de marras no se lleve a cabo), no faltarán tampoco representantes de esa nueva generación que ensayen el recurso a la melancolía, al desencanto, a la añoranza de lo-que-pudo-haber-sido-y-no-fue. De hecho, ya empieza a aparecer en algunos miembros de dicha generación una pulsión por escribir sus memorias, pulsión que no deja de resultar llamativa en quienes hasta hace bien poco tantos ascos le hacían al registro memorialista, proverbial en sus mayores y que ahora, en un alarde de cebolletismo, parecen haber descubierto como el que tiene una revelación.
La siguiente fase se abrirá en el momento en el que aparezca una generación de recambio que denuncie dicho desencanto como fracaso de esos desencantados sobrevenidos y se declare dispuesta a recoger el testigo de la ilusión. Será el próximo conflicto intergeneracional que sucederá, ineludiblemente, al hoy exhausto. Cuando tenga lugar, los que en ese momento irrumpan en el escenario censurarán a los ya instalados, apenas maduros, su doble discurso, la utilización falaz de unos planteamientos en apariencia rupturistas que en realidad únicamente perseguían mantener el ‘statu quo’ precedente, solo que cambiando de protagonistas, etc. Aunque a alguien, un tanto susceptible, se lo pueda parecer no estoy haciendo futurismo de derechas o reincidiendo en un fatalismo histórico pesimista, de corte inequívocamente conservador. Me limito a apuntar consideraciones que ya he empezado a escuchar entre mis estudiantes más jóvenes.
Deberían reflexionar algo más aquellos que, ufanos, se consideran poco menos que los detentadores exclusivos de la impugnación radical de lo existente
Sin embargo, también es cierto que todavía no estamos en ese punto. Y aquel en el que realmente estamos, esto es, en el presente, tal vez todavía nos autorice a conjeturar, en un arranque de optimismo, que el signo de lo por venir continúa abierto. Aunque, eso sí, para que la apertura sea algo más que una mera posibilidad y alcance a materializarse en algo resulta indispensable una corrección, de apariencia menor, pero a mi juicio fundamental. Esta: la novedad no es algo dado, sino hecho. No es una determinación, sino una producción. El resultado, en definitiva, de nuestra acción y no un regalo de la biología o un don que acompaña a algunos, constituyéndolos, sin que se termine de saber por qué. En consecuencia, ni la existencia, ni mucho menos el signo, de lo nuevo se pueden nunca dar por descontados.
Por eso deberían reflexionar algo más aquellos que, ufanos, se consideran poco menos que los detentadores exclusivos de la impugnación radical de lo existente. Deberían reparar, por lo pronto, en su propio lenguaje, ser conscientes de cómo se expresan y extraer de ahí las lecciones pertinentes. Porque si uno atiende a los términos que utilizan en la plaza pública, constata de inmediato la multiplicación de verbos que comienzan con el prefijo re-: recuperar, reponer, recobrar, restablecer… Nada que objetar a tanto empleo de ese tipo de verbos, restitutivos por definición: señal de que lo que hicieron los de antes no estuvo del todo mal y conviene que no se pierda.
Sin embargo, con eso no basta. La generación saliente ha tenido décadas para realizar su particular travesía de lo real, para llevar a cabo su examen de conciencia vital y para hacer (y que le hicieran) la autocrítica. Y cree haber aprendido de la experiencia que la única forma de adentrarse en el futuro con posibilidades de mejorarlo es a base de ir ajustando las ilusiones a los hechos. No es esta última una afirmación meramente genérica o de principio, ni menos aún que no comporte riesgos o esté a salvo de críticas. El pasado jueves, cuando finalizaba la sesión de tarde de la moción de censura, el que para algunos pasa por ser el representante político por excelencia de la ruptura con la anterior generación le hacía al candidato a presidente del Gobierno un reproche paradigmático. Como quiera que a este último se le hubiera ocurrido citar una frase posibilista del que fue primer presidente democrático de Chile después de Pinochet, el primero le reprochó el modelo seleccionado. Y le invitó a que tomara como ejemplos alternativos a Jeremy Corbyn o a Bernie Sanders, esto es, a políticos que nunca han tenido responsabilidades de poder o, lo que viene a ser lo mismo, que nunca se han visto obligados a poner a prueba sus propuestas. Perseveraba así en la estrategia argumentativa de juzgar a los otros por lo que han hecho y a sí mismo por lo que afirma que le gustaría hacer.
En todo caso, el reconocimiento del valor del pasado que hacen los que ahora llegan —se diría que con la boca pequeña, como de pasada, a través de los verbos restitutivos— puede ser un buen punto de partida, pero en modo alguno constituye un proyecto de futuro. Y si a algo vienen obligados precisamente ellos es a presentar un proyecto de futuro. De ahí que, con la preceptiva humildad y si en menor ánimo de molestar, me atreva a plantear, ahora que ya estamos terminando, una sencilla pregunta a quienes, cuando empezaron, tanto desdeñaban la herencia recibida y tanto alardeaban de ser portadores de la novedad absoluta: ¿alguna idea que proponer, al margen de poner a salvo lo mejor de lo que ya había?