El Manifiesto Ventotene, por una Europa Libre y Unida. Proyecto de Manifiesto

El Manifiesto de Ventotene

Escrito en un penal italiano durante la Segunda Guerra Mundial, este texto inspiró el Tratado de Roma

Altiero Spinelli / Ernesto Rossi (Traducción: Marcello Belotti) 11/05/2016

Altiero Spinelli en una intervención en el Parlamento Europeo en 1984.

Parlamento Europeo

El pasado 9 de mayo se celebraba el Día de Europa, una efeméride con la que las instituciones comunitarias recuerdan el aniversario de la Declaración de Schuman, un discurso pronunciado en París en 1950 por el ministro francés de Asuntos Exteriores Robert Schuman a favor de una nueva forma de cooperación política que impidiera un nuevo conflicto bélico entre las naciones europeas. Un año más tarde nacería la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, el primer paso hacia la Unión Europea.

Unos años antes, entre 1941 y 1942, cuando los nacionalismos imperialistas desangraban Europa, tres intelectuales antifascistas italianos ya imaginaban una Federación supranacional europea, los Estados Unidos de Europa, para imposibilitar una nueva guerra. Sus sueños se producían en el interior de un penal en la isla de Ventotene (en el golfo de Nápoles), en el que les había recluido la dictadura de Benito Mussolini. Allí, Altiero Spinelli, Ernesto Rossi y Eugenio Colorni, aislados del mundo, discutieron durante horas. Allí se inició la redacción de Por una Europa libre y unida – Proyecto de un Manifiesto. Escrito en papel de liar y escondido en una caja de hierro detrás de un doble fondo, el texto se editaría y publicaría en 1944. 

A Spinelli le correspondió la escritura de la mayor parte de la obra. Rossi escribió la primera parte del tercer capítulo. Y Colorni es el autor del prólogo y el encargado de su primera edición.

Altiero Spinelli (Roma, 1907-1986) se adhirió muy joven al Partido Comunista Italiano y participó activamente en la lucha contra la dictadura fascista. Arrestado en 1927, pasó diez años en las cárceles de Mussolini y seis de destierro forzoso en las islas de Ponza y de Ventotene.

Para él, la batalla para la Federación europea requería la creación de una organización política nueva, plenamente laica, depurada de los fetiches nacionales, los corporativismos de cualquier tipo y los límites de las ideologías de entonces. De hecho, durante los años de encarcelación fue uno de los pocos miembros del PCI crítico con el régimen estalinista, hasta que fue expulsado del mismo partido. En 1943, una vez libre, fundó el Movimiento Federalista Europeo.

Tras muchos años trabajando en las primeras instituciones europeas, fue elegido en 1979 como independiente en las listas del PCI, de Enrico Berlinguer para el primer Parlamento europeo con elección directa. En 1984 volvió a resultar electo.

Además, en 1980 fundó El Club del Cocodrilo, un intergrupo del Parlamento europeo, cuya misión era promover la reformas de las instituciones europeas en un sentido plenamente democrático, redistributivo y políticamente unitario.

Ernesto Rossi (Caserta, 1897-Roma, 1967), periodista de profesión, destacó por su trabajo de propaganda antifascista en grupos como Giustizia e Libertà o Italia Libera y en periódicos clandestinos como Non Mollare. Participó en la creación del Partido de Acción y posteriormente del Partido Radical.

Eugenio Colorni (Milano, 1909 – Roma, 1944) compartía las ideas y la lucha antifascista de sus compañeros. Filósofo, nacido en una familia de raíces judías, no llegó a ver el final de la II Guerra Mundial. El 28 de mayo de 1944, este miembro de la Resistenza caía bajo las balas de una patrulla de soldados fascistas. Faltaban pocos días para la liberación de Roma.

Ahora que no parece que los europeos tengamos demasiados motivos para celebrar; ahora que el proyecto comunitario hace agua, cañoneado por unas políticas austericidas que anteponen los beneficios de las élites al bien común y por el ascenso de los nacionalismos y la ultraderecha; ahora es un buen momento para detenernos a leer una pequeña parte de los sueños europeístas de aquellos que sufrieron la victoria temporal de unas fuerzas reaccionarias que “en los momentos graves saben disfrazarse, se proclaman amantes de la libertad, de la paz, del bienestar general y de las clases más pobres”. Ahora es un buen momento para evitar la pesadilla.

A continuación ofrecemos unos extractos del Manifiesto de Ventoteney de otros dos ensayos de Altiero Spinelli, Los Estados Unidos de Europa y las diversas tendencias políticas y Política marxista y política federalista, publicados por Ediciones La Lluvia.

Introducción de Eugenio Colorni

Los presentes escritos fueron concebidos y redactados en la isla de Ventotene, entre los años 1941 y 1942. En ese ambiente excepcional, entre las redes de una rígida disciplina, a través de una información que, mediante mil estratagemas, se intentaba que fuese lo más completa posible, en la tristeza de la inercia forzada y con la ansiedad de una liberación próxima, iba madurando en algunas mentes un proceso de revisión de los problemas que habían constituido el motivo mismo de la acción llevada a cabo y de la actitud tomada en la lucha.

Al prepararse para combatir con eficacia la gran batalla que se perfilaba en un futuro próximo, había un sentimiento de necesidad no simplemente de corregir los errores del pasado, sino de replantear los términos de los problemas políticos con la mente liberada de conceptos doctrinarios preestablecidos y de mitos de partido.

Ahora bien, un análisis del concepto moderno de Estado y del conjunto de intereses y sentimientos a él vinculados muestra claramente que, si bien las similitudes de régimen interno pueden facilitar las relaciones de amistad y colaboración entre Estados, no está demostrado que conduzcan automáticamente, ni siquiera progresivamente, a la unificación. Al menos mientras existan intereses y sentimientos colectivos ligados al mantenimiento de una unidad cerrada dentro de sus fronteras. Sabemos por experiencia que los sentimientos chovinistas y los intereses proteccionistas pueden conducir al choque e incluso a la competencia entre dos democracias, y no es seguro que un Estado socialista rico acepte compartir sus recursos con otro más pobre por el mero hecho de que tenga un régimen igual al suyo.

Por tanto, la abolición de las fronteras políticas y económicas entre Estados no procede necesariamente de la instauración simultánea de un determinado régimen en ellos, sino que es un problema que debe ser acometido con medios específicos y adecuados. Es cierto que no se puede ser socialista sin ser a la vez internacionalista, pero por un vínculo ideológico más que por una necesidad política y económica, y la victoria socialista en los Estados individuales no genera por fuerza el Estado internacional.

Entre los autores de los presentes escritos, en cambio, había crecido la convicción de que quien desee plantearse el orden internacional como tema central de la época histórica actual, y considere que su solución es el requisito previo para resolver los problemas institucionales, económicos y sociales de nuestra sociedad, debe analizar forzosamente desde este punto de vista los asuntos relativos a las discusiones políticas internas y a la postura de cada partido, también con respecto a la táctica y la estrategia en la lucha diaria.

Precisamente por esto surgió nuestro Movimiento. Por la preeminencia, por la prioridad de esta cuestión respecto a las que se imponen en la época en la que nos adentramos. Por la certeza de que, si dejamos que la situación se vuelva a solidificar en los viejos moldes nacionalistas, se perderá para siempre la oportunidad y nuestro continente no podrá disfrutar de una paz y un bienestar duraderos. Todo esto nos ha llevado a crear una organización autónoma, con el fin de propugnar la idea de la Federación Europea como meta viable en la próxima posguerra.

De hecho, casi todos nuestros miembros militan en partidos políticos progresistas: todos están de acuerdo en propugnar los principios básicos de una Federación Europea, no basada en hegemonías de ningún tipo ni en sistemas totalitarios, y provista de una solidez estructural que no la reduzca a una simple Sociedad de Naciones. Estos principios pueden resumirse en los siguientes puntos: ejército único federal, unidad monetaria, abolición de las barreras aduaneras y de las restricciones a la inmigración entre los Estados que pertenecen a la Federación, representación directa de los ciudadanos en las asambleas federales y política exterior única.

Por una Europa libre y unida – Proyecto de un Manifiesto

Las fuerzas reaccionarias tienen hombres hábiles y educados para mandar, que combatirán obstinadamente para conservar su supremacía. En los momentos graves saben disfrazarse, se proclaman amantes de la libertad, de la paz, del bienestar general y de las clases más pobres. Ya los hemos visto asomar en el pasado detrás de los movimientos populares, paralizándolos, desviándolos y convirtiéndolos en el proceso contrario. Sin duda alguna será la fuerza más peligrosa con la que se tendrá que ajustar cuentas.

El punto en el que intentan presionar es la restauración del Estado nacional. Así pueden calar en el sentimiento popular más extendido, más ofendido por los movimientos recientes y más fácilmente utilizable para los propósitos reaccionarios: el sentimiento patriótico. De esa manera, pueden confundir con facilidad las ideas de sus adversarios, ya que para las masas populares la única experiencia política adquirida hasta ahora es la que se desarrolla en el ámbito nacional, por lo cual es bastante fácil llevarlas, tanto a ellas como a sus dirigentes más miopes, al terreno de la reconstrucción de los Estados abatidos por el vendaval.

Hay que tener en cuenta que las dinastías, que consideran a los países como su prerrogativa tradicional, representaban, con los poderosos intereses a los que apoyaban, un serio obstáculo para la organización racional de los Estados Unidos de Europa, que sólo pueden basarse en una Constitución republicana de todos los países federados. Y cuando, superando el horizonte del viejo continente, se abracen en una visión de conjunto todos los pueblos que constituyen la humanidad, deberá reconocerse que la Federación Europea es la única garantía concebible de que las relaciones con los pueblos americanos y asiáticos se puedan realizar sobre la base de una cooperación pacifica, a la espera de un futuro más lejano, en el que sea posible la unidad política del globo entero.

La línea divisoria entre los partidos progresistas y los reaccionarios recae, por tanto, ya no sobre la línea formal de más o menos democracia, de mayor o menor socialismo a instituir, sino sobre una nueva línea sustancial que separa a los que conciben lo antiguo como propósito esencial de la lucha, es decir, la conquista del poder político nacional —que llevarán a cabo, aunque sea involuntariamente, el juego de las fuerzas reaccionarias, dejando que la lava incandescente de las pasiones populares se solidifique en los viejos moldes y que resurjan las viejas absurdidades—, y los que consideran como tarea central la creación de un Estado internacional sólido, dirigiendo hacia este objetivo a las fuerzas populares y que, incluso si tienen el poder nacional, lo usarán ante todo como un instrumento para lograr la unidad internacional.

Una Europa libre y unida es la premisa necesaria para el fortalecimiento de la civilización moderna, de la que la era totalitaria representa una interrupción. El fin de esta era reiniciará de inmediato el proceso histórico contra la desigualdad y los privilegios sociales. Las viejas instituciones conservadoras que han obstaculizado su actuación se habrán hundido o se estarán desmoronando, y su crisis deberá ser aprovechada con valentía y determinación.

La revolución europea, para poder responder a nuestras necesidades, deberá ser socialista, es decir, deberá proponerse la emancipación de la clase obrera y la obtención de condiciones de vida más humanas para ésta. Pero la brújula que indica las medidas a adoptar en esa dirección no puede ser un principio puramente doctrinario, según el cual la propiedad privada de los medios materiales de producción debe ser, en principio, abolida y tolerada sólo provisionalmente, cuando realmente no se pueda evitar de ninguna manera. La estatalización general de la economía fue la primera forma utópica que representó, para las clases obreras, la liberación del yugo capitalista. Pero, una vez completada en su totalidad, no conduce a la meta soñada, sino al establecimiento de un régimen en el que toda la población se halla sometida al servicio de una clase restringida de burócratas que gestionan la economía.

El principio verdaderamente fundamental del socialismo —del que la colectivización general no ha sido más que una deducción apresurada y errónea— es el de que las fuerzas económicas no deben dominar a los hombres, sino —al igual que sucede con las fuerzas de la naturaleza— deben estar sometidas por ellos, guiadas y controladas de manera racional, de modo que las grandes masas no sean su víctima.

El concordato con el que el Vaticano ha estrechado en Italia una alianza con el fascismo tendrá, sin duda, que ser abolido para afirmar el carácter netamente laico del Estado, y para establecer de manera inequívoca la supremacía del Estado sobre la vida civil. Todas las creencias religiosas deberán ser respetadas por igual, pero el Estado ya no tendrá un presupuesto específico para ellas.

Sin descuidar ninguna ocasión ni ningún campo para difundir su mensaje, debe dirigir su esfuerzo, en primer lugar, hacia aquellos entornos que son más importantes como centro de difusión de ideas y como centro de reclutamiento de hombres combativos. Ante todo, hacia los dos grupos sociales más sensibles a la situación actual, que serán decisivos el día de mañana: la clase obrera y los intelectuales. La primera es la que menos se ha sometido a la férula totalitaria, y estará más preparada para reorganizar sus filas. Los intelectuales, en especial los jóvenes, son los que se sienten más asfixiados y disgustados espiritualmente por el despotismo reinante. Inevitablemente, otras clases se sentirán atraídas poco a poco por el movimiento general.

Cualquier movimiento que fracase en su misión de aliar estas fuerzas está condenado a la esterilidad, porque un movimiento sólo de intelectuales carecerá de la fuerza de la masa necesaria para aplastar la resistencia reaccionaria, recibirá la desconfianza y la reprobación de la clase obrera.

Los Estados Unidos de Europa y las diversas tendencias políticas

Los poderes de los cuales la autoridad federal debe disponer son los que garantizan el final definitivo de las políticas nacionales exclusivistas. Por ello, la federación debe tener el derecho exclusivo de reclutar y emplear a las fuerzas armadas (que también deberían tener la misión de proteger el orden público interno); de llevar a cabo la política exterior; de determinar los límites administrativos de los diversos Estados asociados para satisfacer las necesidades básicas nacionales y de vigilar que no se produzcan injusticias sobre las minorías étnicas; de abolir las barreras proteccionistas y de impedir que se reconstruyan; de emitir una moneda única federal; de garantizar la plena libertad de circulación de los ciudadanos dentro de las fronteras de la federación; de administrar las colonias, es decir, los territorios todavía carentes de vida política autónoma.

Para cumplir de manera eficaz estas tareas, la federación debe disponer de un poder judicial federal, de un aparato administrativo independiente del de los Estados individuales, del derecho de recaudar directamente de los ciudadanos los impuestos necesarios para su funcionamiento, de órganos legislativos y de control fundados en la participación directa de los ciudadanos y no en representantes de los Estados federales.

Ésta es, en definitiva, la organización que se puede llamar de los Estados Unidos de Europa, y que es el requisito indispensable para la erradicación del militarismo imperialista.

Dada la preeminencia que Europa sigue teniendo en el mundo, como centro de difusión de la civilización, y habiendo sido siempre, con sus luchas internas, el epicentro de los conflictos internacionales, su pacificación definitiva, en el marco de las instituciones federales, significaría el mayor paso hacia la pacificación mundial que pueda darse en las circunstancias actuales.

Si miramos en el campo de la cultura europea, vemos que amplias capas de intelectuales tienen una formación espiritual determinada por la educación actual. En la medida en que mantienen consideraciones de orden intelectual, tienden a posturas nacionalistas, como ha mostrado el fuerte arraigo de ideologías chovinistas y racistas en la cultura media. Pero hace ya mucho que la cultura europea ha superado las mezquinas fronteras nacionales, y tiene ahora un carácter cosmopolita. El nivel más alto de la cultura europea está más allá de cualquier nacionalismo, y está condenado a volverse estéril y desaparecer si Europa sigue por el camino de los nacionalismos, porque este recorrido le quitaría el alimento básico del libre intercambio mundial de ideas, y le impediría ejercer su función natural de mostrar a los Estados menos cultos el camino de la elevación espiritual. La federación europea garantizaría el cosmopolitismo intelectual y la posibilidad de que la alta cultura ejerza su función de guía.

Cada país tendrá sus problemas que resolver. Resolverlos todos de manera uniforme y unitaria, y coordinar movimientos tan diversos sería una empresa desesperada. Pero los federalistas no tendrían que proponérsela, ya que no pretenden crear un Estado unitario europeo. La idea federalista, aunque es profundamente innovadora, tiene tal elasticidad que puede convertirse rápidamente, en una situación revolucionaria, en el criterio de distinción de las fuerzas políticas y de las pasiones existentes, no contraponiéndose a ellas, sino impregnándolas y haciéndolas así inmunes a las deficiencias fatales de los antiguos sistemas. Bastará con que se sepa mostrar de manera inteligente a estas fuerzas y pasiones nacionales, democráticas, socialistas y profundamente desorientadas, que, para la resolución adecuada de sus necesidades, el requisito previo es la formación de las pocas, sencillas, fácilmente comprensibles, sólidas e irrevocables instituciones federales. Ya no será necesario preocuparse demasiado por los problemas nacionales de cada uno. Con la creación de la federación de hecho se crearía la orientación interna con la que las fuerzas progresistas se irían coordinando de manera natural y de la que recibirían una impronta adicional.

A partir de lo dicho, parece evidente que las principales dificultades que hay que superar para tener éxito, no es la existencia de tradiciones antiguas, porque éstas estarían rotas y dispersas, o al menos inciertas y desorganizadas. La dificultad mayor se encuentra en la formación del movimiento federalista. Sin él, la extraordinaria coyuntura de las condiciones favorables se disolvería antes de ser utilizada. Lo que se pide a los activistas federalistas es mucho más de lo que se pide a las masas que hay que movilizar a favor de la unidad europea. Hace falta que comprendan el valor de las necesidades de independencia nacional, de libertad política, de igualdad social, pero también es necesario que se inmunicen, a través de una autocrítica seria, de todos los fetiches nacionales, democráticos y socialistas, es decir, de las insuficientes formas tradicionales con las que hasta ahora se ha tratado de satisfacer esas necesidades. Si se inmunizan, serán capaces de atraer a las masas y guiarlas hacia objetivos hacia los que inconscientemente tienen una predisposición a causa de los acontecimientos históricos.

Si, por el contrario, permanecen prisioneros de los fetiches y símbolos comunes, serán incapaces de asumir esa función de dirección, y no tendrán la ausencia de prejuicios y la firmeza necesarias para mantener unidas las diversas fuerzas y refrenarlas, cuando en su unilateralidad amenacen con hacer desaparecer el objetivo; no serán capaces de ordenar el caos de las masas, sino que serán devorados por él.

Política marxista y política federalista

En la obra de Marx no se encuentra ningún estudio sobre estos fenómenos. Vivió en una época en la que se consideraban residuos de anciens régimes destinados a desaparecer. Marx sólo se ocupa de los problemas característicos del capitalismo en su conjunto, y no de los debidos a intereses corporativos. Este concepto genérico de “capitalismo” como causa de todos los males ha perjudicado enormemente a los marxistas, que tenían en él un instrumento de estudio inadecuado para comprender el fenómeno del corporativismo.

Lejos de desaparecer, el corporativismo se ha convertido en la característica predominante de nuestra época. El corporativismo surge del hecho de que no hay una armonía automática ni espontánea entre los intereses especiales y las necesidades generales de un cierto tipo de civilización. Para que estas necesidades puedan satisfacerse es necesario establecer normas generales que marquen los límites dentro de los cuales puedan desarrollarse los intereses particulares, y que vayan acompañados de la fuerza suficiente para ser respetados. Cuando la fuerza de los intereses particulares de ciertos individuos o grupos logra romper estas reglas generales e imponer otras en las que sólo cuentan esos intereses, aplastando al resto de la sociedad, dañando y vaciando el modelo de civilización, surge el fenómeno del “corporativismo”.

No se pueden mejorar las condiciones de las clases trabajadoras si permanece, se reconstituye o, incluso, se fortalece el caos de corporativismo. Ciertos grupos de trabajadores pueden obtener buenos salarios en un país, pero en detrimento de otros grupos de trabajadores; y esa ventaja se verá parcial o totalmente frustrada por el proteccionismo que a su vez obtendrán los industriales. Los campesinos pueden conseguir la tierra, pero le sacarán poco provecho como consecuencia de los altos precios que la industria impondrá a sus productos. Se podrán aumentar las medidas sociales en beneficio de los trabajadores, pero este beneficio quedará anulado por las necesidades de la guerra.

Es más, una lucha contra la pobreza, que no se enfrente plenamente a los aspectos más dañinos del corporativismo, sino que trate de esquivarlos con la esperanza de que se resuelvan de forma automática, se convertirá también en lucha corporativa, agudizando este mal y en última instancia frustrando sus propios objetivos. Una clase oprimida, que luche por sus intereses exclusivos de clase, puede obtener beneficios temporales, pero no se dirige hacia su emancipación.

Ya hemos visto que la solución del problema de la pobreza, que es la misión específica del socialismo, tiene como premisa fundamental la eliminación de los dañinos corporativismos que empobrecen y desorganizan la sociedad. El más pernicioso es el que procede de la organización política internacional en Estados soberanos, y que se manifiesta en el imperialismo. Mientras subsista una situación que genere imperialismo, cualquier reforma destinada a otros objetivos es imposible y acaba convirtiéndose en un instrumento añadido de la política imperialista.

No insistiremos en mostrar los aspectos de este problema, ni la insuficiencia de las soluciones tradicionales, ni tampoco la forma en que debe ser abordado. Esto ya se ha hecho en los escritos anteriores. Nos limitaremos a repetir que se trata de la condición previa imprescindible. Para que se reconozca la preeminencia del problema de la formación de una federación de Estados soberanos existentes —por lo menos en un primer momento, en Europa, donde el imperialismo ha desarrollado sus más terribles manifestaciones— el nombre con el que los partisanos favorables a esta solución pueden diferenciarse de las demás corrientes es el de federalistas.

Además del corporativismo geográfico, entrelazado de varias maneras con él, alimentándolo y alimentándose de él, existe el corporativismo de los grandes complejos industriales y financieros, con tal fuerza en el mundo moderno que pueden llevar a cabo una política de explotación monopolista, y logran influir en los organismos políticos hasta el punto de forzarlos a desarrollar una legislación y una política en función de sus intereses particulares. No se pueden dejar estos complejos en manos privadas. Deben ser socializados. Éste es el ámbito correcto para la aplicación de la solución colectivista. Es el medio necesario para eliminar los intereses del capitalismo monopolista.

Por su carácter extraordinario, sin embargo, estas medidas, necesarias para crear las condiciones de una sociedad basada en la igualdad no son suficientes para mantenerla con vida. Tenemos que crear una serie de instituciones que garanticen ese resultado. De ahí la necesidad de un sistema escolar en el que se cuide la educación de los jóvenes más capacitados y no de los más ricos, como hace el actual sistema; la necesidad de utilizar los inmensos recursos que las capacidades técnicas de nuestras empresas ponen ahora a nuestra disposición para garantizar a los ciudadanos la satisfacción de las necesidades básicas de la vida civilizada en cualquier situación; para que los trabajadores no caigan en tales situaciones de pobreza que tengan que aceptar contratos de trabajo en condiciones asfixiantes; la necesidad de medidas de seguridad que, sin disminuir el espíritu de iniciativa y el sentido de la responsabilidad individual, compensen a los grupos particulares por los perjuicios que sufran relacionados con los avances técnicos y la dinámica económica de la que el conjunto de la sociedad se beneficia. Esto implica una multiplicidad de medidas que sólo se pueden desarrollar mediante la fuerza de la ley.

El objetivo al que hay que dirigirse es la educación generalizada de los hombres dotados de capacidad de iniciativa y capaces de desarrollarla, de los hombres que se sienten comprometidos con la construcción de su propia vida y que son, por tanto, independientes de la clase dominante y tienen un sentido de la responsabilidad desarrollado. Se debe rechazar el sistema de la colectivización general, sobre todo porque conduce al resultado opuesto: a la educación de hombres faltos de iniciativa o de ocasiones para demostrarla, funcionarios que dependen, en cada pequeño aspecto de su vida, del beneplácito de la clase gobernante.

Por su crasa ignorancia de la función formativa de la dirección política, los socialdemócratas se han convertido en prisioneros del instrumento que deberían utilizar. Bajo las formulaciones socialistas, se ha reformado y consolidado el profundo corporativismo proletario, y los socialdemócratas, basándose en sus aspiraciones espontáneas, han abandonado la pretensión original del socialismo de remediar los males de la sociedad de hoy en día y se ocupan cada vez más de los sectores particulares de las clases trabajadoras. La política conocida como «reformismo» fue la política dirigida a obtener ciertos privilegios para determinadas categorías que, con más energía, llevaban a cabo su política corporativa. Los socialdemócratas han continuado, y continúan, hablando del socialismo como su finalidad, pero en la práctica no han ni ideado, ni hecho, más que sindicalismo. En realidad, han contribuido ampliamente al florecimiento del actual caos sindicalista.

Pero el comunismo nacional no eliminaría los conflictos del corporativismo geográfico, sino que los exacerbaría, porque haría que cualquier relación comercial entre países se convirtiese en objeto de negociaciones diplomáticas entre los Estados, causando por eso más fricciones y fuertes tendencias imperialistas, ya que empujaría a unos contra otros, como bloques compactos, a los países más ricos —por estar más dotados de recursos naturales y de medios técnicos, y por la mayor capacidad de su población— y a los países más pobres. Prisioneros de la idea del comunismo nacional y casi inconscientes de la imposibilidad de conciliar pacíficamente las exigencias contradictorias de los posibles Estados colectivistas, los comunistas se refugian o en el sueño de la mutua benevolencia universal, que reinará entre esos Estados cuando ya no exista el capitalismo, o bien en el sueño de un imperialismo ruso que, con la fuerza de su ejército, imponga una unión comunista internacional.

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Traducción de Marcello Belotti.

Ediciones La Lluvia / Edicions Els Llums ha traducido y publicado en EspañaEl Manifiesto de Ventotene. Por una Europa libre y unida. Altiero Spinelli y Ernesto Rossi. Traducción de Marcello Belotti. Prólogo de Enrique Barón Crespo, José María Gil-Robles, Josep Borrell Fontelles, expresidentes del Parlamento Europeo

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Senado de la República Italiana: Per un Europa libera e unita -Il Maniofesto de Ventotene 

 

 

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