Apocalipsis Now

El arado que desató el Apocalipsis 

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Tormenta de polvo en Rolla, Kansas. 6 de mayo de 1935.
La foto fue enviada al presidente Franklin Roosevelt. Fotografía tomada desde la torre de abastecimiento de agua de Rolla [Library of Congress].
Si se combinan los factores suficientes se pueden catalizar reacciones catastróficas. Episodios que se incorporan al imaginario colectivo y se perfunden, como la sangre entre las vísceras, amamantando nuestros miedos ancestrales e imbricando con ellos muchos pasajes de nuestra historia. Como si de vez en cuando el Apocalipsis hiciera ensayos recordándonos su vigor. Eso fue lo que sucedió en los años treinta en el corazón mismo de los Estados Unidos de América.
Cuando, en 1862, los congresistas presididos por el eximio Abraham Lincoln promovieron las Homestead Acts (Leyes de Asentamientos Rurales) no podían atisbar algunas de las consecuencias que generarían al retar, ilusamente, los principios complejos que rigen el caos. En confluencia con otros elementos desatarían una de las mayores catástrofes ecológicas, y por ende sociales, que ha conocido el ser humano en tiempos cercanos.

Como en un mantra histórico la población mundial continuaba creciendo. Estados Unidos había pasado de treinta y ocho millones de habitantes en 1870 a ciento treinta y dos millones en 1940. Todas esas personas tenían algo en común, necesitaban alimentarse. El cereal era el oro agrícola y se demandaban nuevas tierras para cultivar trigo, maíz o cebada. Si algo tenía esa nación feraz, esa tierra prometida, era superficie, tanta que pareciera no acabarse nunca. Si eras un varón mayor de veintiún años con una familia que mantener, y no habías levantado las armas contra el país, por pobre que fueras, podías invocar las leyes de asentamientos rurales para comenzar a cumplir tus sueños y poseer tu propia homestead (propiedad familiar). Gracias a la generosidad de papá Estado se cedieron unos 270 millones de acres (más de un millón de kilómetros cuadrados). Si la magnitud no resulta muy representativa en una imagen mental, imagínese el diez por ciento de la superficie total de los Estados Unidos de América; o si lo prefiere, dos veces la superficie de España. Eso fue lo que se repartió entre 1,6 millones de colonos llegados en varias décadas de casi todos los rincones del mundo. Los mejores terrenos volaron. En pocos años prosperaron formidables granjas en ellos. Granjas que producían buenas y valiosas cosechas. Cosechas que se usaban como reclamo para seducir a nuevos colonos, porque se necesitaba más y más. Era el capitalismo, era el hombre.

Para hacer la promoción más atractiva las Homestead Acts habían sufrido algunas enmiendas y ampliaciones. En 1909, la Administración de Theodore Roosevelt las modificó para permitir el desarrollo de la agricultura en las Grandes Llanuras. Eran zonas muy extensas y relativamente secas en el centro del continente. La meseta que define las Grandes Llanuras transcurre desde México a Canadá, pasando por muchos estados: Oklahoma, Kansas y Nebraska, entre otros. Esas tierras nunca se habían cultivado. Mantenían su equilibrio ecológico gracias a las especies herbáceas autóctonas que crecían allí desde hacía miles de años. Especies que se encontraban adaptadas al clima que las cobijaba y sus escasas lluvias. Especies que habían trenzado un profundo y eficaz sistema radicular para aprovechar al máximo la valiosa humedad del subsuelo, y consolidar así la capa que las soportaba.

Los congresistas no estaban locos, los desorientaba una anomalía climática positiva que había provocado que la pluviosidad en las Grandes Llanuras estuviera, durante unos años, muy por encima de lo que los lugareños podían recordar, pero era solo una anomalía. Esa fue la segunda pieza que puso en marcha el desastre perfecto. Lo que antes no era más que una infinita superficie de pastos, se había transformado en un fructífero vergel gracias a esas milagrosas lluvias y a la llegada de miles de colonos con sus modernos aperos, hasta el punto de que algunos estudiosos del clima repetían que «la lluvia seguía al arado». El arado tradicional, el tirado por bestias, estaba a punto de convertirse en una reliquia. Los nuevos tractores con sus rejas de acero multiplicaban el poder de roturar la tierra hasta límites jamás soñados por un agricultor. Las labores que antes necesitaban semanas para concluirse se podían practicar en pocos días, incluso en horas, aprovechando así los momentos más propicios para la producción. Las máquinas y sus rastras pasaron una y otra vez sobre los terrenos domesticados, desmoronando la delicada capa fértil de tierra vegetal, y dejando el suelo desnudo a merced de las inclemencias meteorológicas. Cuando el ciclo de lluvias singulares cesó, llegó la sequía y, tras de ella, llegaron los vientos. Para entonces las Grandes Llanuras estaban repletas de familias.

Las estaciones se sucedían sin que la lluvia regresase, pero el viento sí lo hizo; y con él, el polvo. El suelo, carente de vegetación que le diera estructura, volaba alimentando voraces y colosales nubes, nubes rojas inyectadas de polvo y arena, enormes muros que se alzaban hasta el cielo ocultando el sol, arrasando todo lo que encontraban en su camino, llegando a enterrar, literalmente, casas enteras. Despojando a los colonos de todo cuanto tenían. Era el apocalipsis, era el Dust Bowl.

Tormenta de polvo en Hugoton, Kansas, 1936 [Library of Congress].

Los adictos a la ciencia ficción habrán disfrutado más de una vez de Interstellar, dirigida por Christopher Nolan y protagonizada por Matthew McConaughey, Jessica Chastain, Anne Hathaway, Michael Caine y Matt Damon. La película revela un futuro distópico en el que una plaga fitopatógena (posiblemente una prima canalla de Xylella fastidiosa) acaba de forma inexorable con todos los cultivos y plantas salvajes, dejando el suelo sin cubierta vegetal, a la población mundial sin alimentos, enferma y condenada a su extinción. Este retrato apocalíptico (y las impresionantes imágenes de las nubes de polvo que exhibe) remite a los sucesos de los años treinta en Norteamérica. Al comienzo de la película aparecen una serie de ancianos describiendo el horror que vivieron. Podría parecer un falso documental, pero con la excepción de la actriz Ellen Burstyn (que interpreta a una anciana heroína Murphy Cooper) todos son supervivientes reales del Dust Bowl: «Mi padre era granjero, como todos por aquel entonces. Nos habíamos quedado sin trigo. Aún nos quedaba el maíz, aunque lo que más teníamos era polvo». «No puedo describirlo, era continuo, esa incesante tormenta de polvo». «Llevábamos trozos de sábanas para cubrirnos la nariz y la boca, y así no inhalar demasiado». «Cuando poníamos la mesa, siempre poníamos los platos boca abajo, los vasos, las copas, todo lo poníamos boca abajo»… Todos estos hombres y mujeres aparecen también en el documental The Dust Bowl, dirigido por Ken Burns y estrenado en el año 2012. Nadie mejor que ellos para darle voz veraz a un apocalipsis cualquiera.

Una ventisca negra se alza sobre Texas. Foto de marzo de 1936. Arthur Rothstein [Library of Congress].

Volviendo al relato histórico y al drama real, cientos de miles de familias tuvieron que abandonarlo todo y emigrar en un severo éxodo para poder sobrevivir. En 1934 Oklahoma perdió más de cuatrocientos mil habitantes (casi el 20% de su población), Kansas más de doscientos mil. En total los estados afectados por la catástrofe ecológica perdieron más de dos millones y medio de personas. Se les bautizó como okies. El término okie lo acuñó el periodista Ben Reddick, y se extendió pronto entre la prensa y la sociedad americana. Hacía referencia al origen de muchos de ellos, Oklahoma, y a las dos letras con las que comenzaban las matrículas de ese estado: «OK», que señalaban los  vehículos atestados de enseres en los que infortunados okies recorrían el país de este a oeste.

Una granja enterrada bajo el polvo. Dallas, Dakota del Sur en 1936 [Library of Congress].

Algunos buscaron trabajo en las grandes ciudades, pero la mayoría fueron carnaza como mano de obra barata en la recogida de naranjas y uvas en California. En la práctica no había salario mínimo. La Gran Depresión, que corría paralela al Dust Bowl, no hacía más que agravar la catástrofe. John Steinbeck retrata como nadie el drama humano de los okies en su obra Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath), publicada en 1939 y por la que recibió el Pulitzer un año después. La palabra okie aparece unas treinta veces en la novela, y siempre en contextos negativos: «—¿Okie? —preguntó Tom—. ¿Qué es eso?» «—Antes significaba que eras de Oklahoma. Ahora quiere decir que eres un cerdo hijo de perra, que eres una mierda». Okie se convirtió en una injuria una vez que la masa de desplazados comenzó a montar campamentos de chabolas, o llegaban a pueblos y ciudades con nada que llevarse a la boca y dispuestos a trabajar por lo que fuera, poniendo en peligro los puestos de trabajo de los nativos. Quienes no tienen nada son siempre una amenaza para el resto, y la nación que más ha presumido de proteger a los suyos rememoró el odio fraternal de Caín. En la obra de Steinbeck la palabra «polvo» o sus derivados aparecen más de ciento cincuenta veces (nos hemos entretenido en contarlas) e inundan la novela de una atmósfera sucia y sápida, capaz de hacerte masticar la tierra en más de una ocasión. Sin embargo, la delicadeza del escritor al retratar a sus personajes recubre su historia de ternura en una contradicción constante de sentimientos. Debería ser una lectura obligada.

¡Se rompió, bebé enfermo y problemas con el automóvil! Fotografía de 1937 de Dorothea Lange de una familia atrapada cerca de Tracy, California [Library of Congress].

Años más tarde, el trabajo de Steinbeck tuvo eco en la singular obra de Edward Abbey. Un popular escritor ambientalista autor de libros que alentaban la utopía romántica y golfa de la contracultura americana. Historias con un trasfondo de desobediencia civil y lucha (cuasi terrorista) contra las grandes corporaciones industriales que ocupaban los espacios naturales, exprimiéndolos como a naranjas californianas antes de destruirlos. Algunas de sus obras más conocidas son La banda de la tenaza (The Monkey Wrench Gang), ilustrada por el maestro del cómic Robert Crumb, Hayduke vive (Hayduke Lives) o El vaquero indomable (The Brave Cowboy), protagonizando la versión cinematográfica (Lonely Are the Brave) el inolvidable Kirk Douglas.

Otros testigos de excepción del Dust Bowl fueron la fotógrafa Dorothea Lange (sus instantáneas crearon escuela en el fotoperiodismo y nos siguen conmoviendo. Gracias a ella la Gran Depresión y los okies tienen hoy rostro), y Woody Guthrie, el okie creador de las Dust Bowl Ballads, que se convirtieron en la banda sonora de la tragedia ambiental y humana (retratado fantásticamente por Fran G. Matute en otro artículo de Jot Down).

Este no es, ni mucho menos, un alegato contra la agricultura o la tecnología. La agricultura, de la mano de la ciencia, nos ha traído hasta aquí. La domesticación de especies animales y vegetales ha sido una obra titánica. La obra más importante de la humanidad. Todo, absolutamente todo lo que comemos hoy, proviene de especies vegetales o animales domesticadas. Especies y razas adaptadas a nuestras necesidades. Gracias al aliento de la agricultura se ha desarrollado la civilización. Nuestra esperanza de vida es mayor que nunca, y disponemos de un arsenal de calorías interminable a nuestro alcance por muy poco dinero. Tampoco podemos juzgar las decisiones del pasado con criterios actuales, no sería justo, y menos sabiendo las consecuencias de ellas. Sin embargo, hay algo bueno en esta desgracia: el Dust Bowl nos enseñó muchas cosas. Nos enseñó que intervenir en un sistema estable puede tener efectos inesperados. Nos recordó que cuando la naturaleza desata su fuerza, nada puede pararla. Y nos mostró que el equilibro ecológico es más frágil de lo que pueda parecer a simple vista. Muchas prácticas agrícolas cambiaron radicalmente, otras lo hacen de forma lenta, pero en el buen camino.

Queda mucho por hacer, pero la población mundial continúa creciendo y demandando alimento. Siempre habrá negacionistas, pero también falsos profetas; y aunque si se combinan los factores suficientes se pueden catalizar reacciones catastróficas, la agricultura es la única herramienta capaz de alimentarnos y conducirnos con vida hasta el próximo siglo. Cómo la usemos será cosa nuestra, porque el apocalipsis, vigilante, seguirá observándonos siempre de reojo y la ciencia, como hasta ahora, será nuestra mejor aliada.

La ocupación de tierras finalizó en 1976. La única excepción a esta nueva política fue el remoto y salvaje estado de Alaska, para el cual la ley permitió el homesteading hasta el año 1986. Ken Deardorff fue el último ciudadano estadounidense que se benefició de un programa que había iniciado Lincoln ciento veinticinco años atrás. Obtuvo sus ochenta acres de tierra en el río Stony, en el sudoeste de Alaska. Cumplió con todos los requisitos en 1979, pero no recibió su escritura hasta mayo del año 1988. Quizá, como algunos de los protagonistas de Doctor en Alaska, quisiera comenzar de nuevo en un lugar lejano e indómito donde no ser juzgado. Quién, como los okies, no ha soñado con un nuevo comienzo alguna vez.

 

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